No hemos
comprendido las grandes ventajas que nos trae la crisis: esa felicidad
insoportable que nos induce al suicidio; esa procesión de sombras desempleadas
que avanzan, camufladas en ocio, por los parques; el aumento de las almas
caritativas de doble papada, que con una mano nos entregan el pan y con la otra
nos lo reclaman; el grave sufrimiento de los bancos, esos desheredados, cuyos
directivos apenas llegan a fin de mes; los fatigosos viajes de nuestros líderes
en busca de algún mamífero capitalista; los voluptuosos placeres de la recesión;
la satisfacción de Marie Le Pen, tan cerca ya de alcanzar la segunda vuelta; los
obispos que nos ruegan abandonar toda codicia, tan frugales ellos; el renovado dialecto del egoísmo, esa medicina
universal.
La crisis vuelve más pequeño el
mundo, nos empuja a un recreo salvaje, a un canibalismo gozoso.
Vuelven las naciones, las orondas patrias, las zonas de exclusión.
Catulo lo explicaba mejor (Carmina, XLVII):
Porcio y Socratión, roña
y hambre de la humanidad, las dos manos ladronas de Pisón, ¿por qué ese Príapo
sin pellejo os prefirió a mis amigos Veranio y Fabulo? Vosotros celebráis
famosos y suntuosos banquetes a pleno día; ellos buscan por las esquinas
invitaciones.
Habla de nosotros, de nuestro siglo. Las manos ladronas y arribistas de
los amigos de Pisón, ¿no las conocemos bien? ¿No somos nosotros como Veranio y
Fabulo, excluidos del gran banquete, buscando invitaciones por las esquinas,
mendigando nuestra esclavitud con horarios?
Es la hora de matarnos entre nosotros, de alimentarnos a costa del hambre
ajena.
Altos muros protegen a los elegidos.
Catulo entendió el mensaje y escribió
otro poema (Carmina, LII):
¿Qué hay, Catulo? ¿Por qué retrasas tu muerte? En la
silla del cónsul se sienta Nonio el tuberculoso, y por su consulado perjura
Vatinio. ¿Qué te sucede, Catulo? ¿Por qué retrasas tu muerte?
Quien
habla en el poema es César, el que compraba votos, el que enseñó a los romanos
las bondades de la tiranía.
¿Qué nos
sucede a todos, ahora que todos somos Catulo? ¿Por qué retrasamos nuestra
muerte?
Sería el
recorte definitivo, el acto más rentable, nuestra mejor inversión.
No hay duda, somos insolentes, malvados e irracionales: queremos sobrevivir.
Así es, querido Bruno, nos hemos vuelto "insolentes" y, lo que es más grave y gravoso, insolventes: a este siglo de bancos y empresas le importa más el bolsillo y el status social que las costumbres morales, desgraciadamente. Y es cierto, me parece que Catulo llevaba razón cuando se preguntaba, como nosotros ahora: "Quid est, Catulle, quid moraris emori?" o ¿Qué pasa, Catulo, por qué no te mueres? Y ¿acaso no será mucho más digna la muerte que vivir en la impotencia?: quien quiere trabajar para comer, no puede y, quien quiere estudiar, no tiene dinero para hacerlo. Se cumple la profecía poética: "¿qué me haré cuando facture el sol?" En muy poco tiempo lo hará. Un fuerte abrazo.
ResponderEliminarCelebro que compartas la insolencia, también la amargura sobre ese animal que nunca termina de recordar la lección, ostentoso o desamparado, pero siempre lejos del otro.
ResponderEliminarGracias por la visita, Iván.
Un abrazo.
No oso corregiros solo puntualizaros. No creo que los nuevos cesares busquen nuestra muerte, sólo pretenden que la deseemos, que vivamos excluidos como Carpanta, nos necesitan para ser ellos los no-excluidos, somos su lado oscuro, pero sí que se han asegurado que serán ellos los que cobren a los que nos sobrevivan la factura de nuestro entierro.
ResponderEliminarPaco.
Deberías atreverte, Paco.
ResponderEliminarSí, ellos siempre cobran la factura.
Un abrazo
Qué bueno.
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