Una antología de Paolo Febbraro


Si algo caracteriza la obra de Paolo Febbraro es la extrañeza de su apuesta dentro de la poesía contemporánea, la compleja originalidad de sus perspectivas, que nunca se recrean en la celebración o en el juego verbal, que se atarean en la redefinición del mundo, en la imaginación reflexiva, en una concepción elegíaca y dramática del pensamiento.

El otro elemento que explica la poesía de Febbraro es la despersonalización, como el uso del monólogo dramático, su virtuosismo para asumir dentro de su discurso la voz de los otros, pero no a la manera descriptiva de Edgar Lee Master, sino como una voz que termina por integrarse en la meditación del otro, aunque ese otro naciera hace un milenio y su memoria arrastre una deformación inevitable. Esa aspiración plural justifica la más nítida de sus apuestas, aquella que sostiene que la poesía puede ser una forma de conocimiento, como quería su maestro Lucrecio.

Paolo Febbraro nos habla de ese lugar apartado, en apariencia inaccesible, donde solo parece habitar la oscuridad o el error, y donde debe adentrarse la poesía, porque solo en el descubrimiento es posible esta escritura indagatoria: “la penna scrive dove quel buio conduce”, es decir, “la pluma escribe adonde esa oscuridad conduce”.

Febbraro nos empuja hacia la desposesión, porque tampoco el cuerpo te pertenece, tampoco tus pasos o tus patologías: no eres más que una propiedad del tiempo, efímero transeúnte de tu carne, huésped enfermizo de la sangre, turista desprevenido en la frágil geografía de unos huesos. 


Cualquier ámbito es suficiente para esta poesía, porque en su obsesión por desplazar los significados, por redefinir cada animal, teoría o prejuicio, Febbraro consigue llevarnos hasta un lugar inesperado. Una plaza le basta para escribir un poema invulnerable, que le concede a ese territorio una multitud de tiempos simultáneos. La plaza se vuelve anagrama de la locura, el sueño en el que confluye la historia, el lugar que ilumina la prosa de la calle y desborda la soledad.

Esta poesía surge a veces de un lugar conocido (una estatua, un personaje histórico, una filosofía, un rayo de luz entre el ramaje) pero enseguida lanza esa realidad hasta un espacio nuevo: le concede una lectura insospechada, un cambio de perspectiva, una teoría que la desintegra. La poesía funciona así como una traición constante a la norma, a la retórica previsible, al óxido del idioma, como una llama que va quemando la costumbre de las palabras repetidas, como un discurso que desconfía de todos los discursos.

La naturaleza reflexiva de estos poemas no es menos evidente que su capacidad para transformar cualquier realidad en una imagen suficiente del mundo. Es así como nos llega la voz de la piedra, que se convierte en la voz de los milenios, en un cuerpo que trepa por millones cuerpos. El Tíber es la vena abierta de un mundo anciano al que puedes asistir desde la ventana de cualquier época. La gaviota trama en el aire la tensión de la caza. Es el reclamo obstinado de la ruina, la belleza de lo que pesa, el anuncio de lo que se derrumba. Es una frase de Simone Weil o la voz del hereje, que es también la voz del poeta, porque los siglos se confunden y cristalizan en una misma lejanía en estas páginas. Es el insomne que gravita cada noche la culpa, que responde a las preguntas de un fiscal invisible, es la herida de la conciencia que regresa sin descanso a la escena del crimen, al íntimo error del que no puedes deshacerte.

Nada de eso sería posible sin las meticulosas versiones al castellano de Juan Pérez Andrés, incluidas en esta antología, El bien material, que recorre toda la poesía ortónima de Febbraro.


3 comentarios:

  1. 08/01/2022

    El infinito.
    La diaria labor.
    Asear todo
    una y otra vez siempre.
    Y abandonar el tiempo.



    Un apuntillo, Bruno. Disculpa la intromisión. Próspero año.

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