En Santa Lucía, en la ciudad de Castries, que apenas llega a los once mil habitantes, nació y vive Derek Walcott. Con facilidad lo ignoramos casi todo de ese recodo del mundo: es natural que esa injusticia se perdone en la obra de un poeta que nadie debería ignorar.
En un pequeño salón del Istituto Svizzero di Roma pude escucharle recitar anoche. Es muy probable que sin el concurso de unos académicos suecos su obra no hubiera llegado nunca hasta mi isla. Los enfangados premios literarios, que rara vez proponen lo que ignoramos, en este caso, como en el de Szymborska, sirvieron a la felicidad de muchos.
Leo cada nuevo libro de Walcott con cierta maldad, buscándole el mecanismo, pesquisando sus juegos, obligándome a desdecirle. Pocas veces encuentro algo que reprocharle, algo que no haya sabido tramar. Siempre al borde de caer, pero siempre en el barco, meciéndose en el vaivén de las olas.
Su poesía, que no es moderna ni es tradicional, como intuyó Brodsky, está enhebrada con todo y de todo se sirve, una canción popular o una expresión en francés criollo, los paisajes de Santa Lucía o un cuadro de Winslow Homer, un paisaje siciliano o una genealogía mestiza. Su épica sin héroes sólo puede ser omnívora.
Su ritmo le lleva hacia la frase alargada, extensa como un puerto que contiene el mundo, caudalosa de metáforas, mirando hacia varios lugares a la vez, sostenida por un hilo que sólo al final enhebra.
No hay una voz en el caribeño, sino muchas. El poeta coloquial y prosístico se vuelve barroco otras, trabado de citas, filosófico sin llegarse hasta el frío. El poeta del paisaje se transforma cuando quiere en crítico de arte o en aforista. Lo que empieza en un poema como reclutamiento de sombras y relectura colonial termina siendo una liturgia de solitario, un orgulloso abandono tras un mar somnoliento donde la luz nunca repite el mismo lienzo. También poeta satírico ha sido Walcott, baste leer sus nada escondidos navajazos a Naipaul en el poema “La mangosta”, precedidos por las prosas en forma de serpiente del trinitario, tan venenoso de suyo.
Estos cuatro versos que siguen, aunque no explican el vasto oleaje de su poesía, ensayan la inabarcable genealogía del antillano y nos advierten, con su voz terrosa y fértil, que en su nación habitamos todos.
Sólo soy un mulato que ama la mar.
Recibí una sólida educación colonial.
Hay en mí del negro, del holandés y del inglés.
O soy nadie o soy una nación.
La propensión de Walcott hacia el salmo es su más envidiado talento, ese "amor por el mundo sin la Historia", recuerdo que escribió alguna vez. Disfruto tu análisis. No sé como lo haces pero siempre consigue sorprenderme tu blog.
ResponderEliminarUn abrazo
Sin esa generosa malicia, la lectura, queda en triste salmodia.
ResponderEliminarNo imaginas cuánto envidio la cercanía que palpita en esta viva relectura.
Hoy me siento a espaldas de esta isla hambrienta, como quien subsiste de lo que el mar escupe.
Y sí, hasta abrigo unos cuantos deseos de que arda, como Roma.
Acertadísimas y bellas palabras sobre Walcott, uno de los mayores poetas vivos, grande Walcott. Yo lo veo barroco, indisimuladamente barroco y moderno a la vez; sólo hace falta volver a lo que más me gusta de él: Omeros, ese poema épico sin héroes donde la pasión fanopeica del poeta tiene muy difícil comparación en este siglo. Un abrazo y enhorabuena por la certera aproximación.
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