El frío vuelve a la gente sospechosa, la emboza con bufandas y le endurece el quinqué. Por la calle apenas se saluda, solo se saca una mano traslúcida del bolsillo del abrigo o se levantan unas cejas ateridas. En el suelo de piedra de las calles peatonales de La Laguna crecen los tumores del musgo.
Hay que entrar en un café, no hay más remedio. Allí vamos soltando prendas, recuperamos el tono, mi amigo se asombra de tener una piel sensible, se pellizca, bienvenido le dice a su cuerpo frente al espejo que rodea una columna. Frente a un barraquito uno se deslengua y va arrimando las ideas a la nueva temperatura.
Primero vienen los informes y actualizaciones. Hacemos recuento de muertos, de trabajos perdidos, de amigos en fuga, proyectos y demencias.
Luego pedimos una cerveza que deja su baba de espuma sobre la mesa mientras va hilando unas burbujas a cámara lenta. Con la ayuda del alcohol al invierno se le da un puntapié y la boca nos engatusa con sus ambulancias y vaivenes.
El propósito es desentumecer la lengua. Hablamos de Garzones y reformas laborales, y medimos la estatura de la crisis dependiendo del íntimo descalabro. Para curarnos el pesimismo exploramos esas frases manoseadas y resecas: “aún estamos vivos”, “podría ser peor”, “al menos podemos comer”, y así.
Deberían reconfortarnos esos lugares comunes, pero su aspecto de venda nos inquieta.
Mi amigo se abandona al silencio y deja que corran las llamadas perdidas.
Mientras lo observo recuerdo unas palabras de Camus en La muerte feliz: "lo que me horroriza de la muerte es que me entregará la certeza de que mi vida ha sucedido sin mí."
La noche va cerrándose tras la puerta acristalada del café. Caen dos o tres mensajes nuevos en el teléfono móvil, pero mi amigo no responde.
Él sabe que en nuestra sociedad hay dos tipos de seres humanos: los que responden a las llamadas y los que las ignoran. Él está cruzando la frontera que lleva hacia el desierto. La tierra de los que viven fuera de cobertura, más allá del extrarradio.
Su silencio es una despedida, una pequeña muerte comunicada por ausencia.
Ya no estoy para nadie, me suelta, pero especialmente no estoy para mí, y apaga su teléfono. Pronto se fuga con la mirada hacia las otras mesas, allí donde la vida aún responde a las llamadas perdidas.
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