Detrás de las cosas está la verdad, le enseñan a Kaspar. Pero su forma de percibir la realidad no se acomoda a la de su profesor y responde: “Dietro la verità, le cose.” Es decir: “Detrás de la verdad, las cosas.” Su respuesta es el último verso del primer poema de Il diario di Kaspar Hauser (L’Obliquo, 2003). El autor del libro es Paolo Febbraro, y no hay en él una sola página que no haya sido premeditada por el talento.
Como Alberto Caeiro para Pessoa, Kaspar Hauser es para Febbraro la etimología de un ser humano, su vuelta al origen, su necesidad de esquivar a la filosofía occidental y plantarse frente a una manzana, un cubo, un verbo o una civilización con la insolencia de un niño.
A Kaspar le conviene la interrogación impertinente como a Caeiro le convenía la paradoja. No pensar para ver, exigía Caeiro, que así entraba en cada verso en una amplia contradicción al pensar en no pensar. Paolo Febbraro tampoco teme a las contradicciones. Sabe que la poesía se alimenta de ellas, que solo con ese juego es posible tramar una voz verosímil que haga historia nueva con madera antigua.
El Kaspar Hauser de Paolo Febbraro es el idiota, el ingenuo, el loco, y nadie ignora que esa es una de las definiciones más populares y generosas de poeta. Es el idiota que no quiere matar a nadie, el ingenuo que es feliz con casi nada, el loco que ignora cualquier forma de fanatismo.
“El único misterio es que haya alguien que piense en el misterio”, aseguraba Caeiro. A Kaspar Hauser le sucede lo mismo, y los misterios de la religión le resultan tan disparatados que no entiende que alguien quiera enseñarle semejante materia. ¿Un Dios que ha inventado el mundo de la nada? ¿Con qué materiales se hace algo de la nada? ¿Y quién, antes de Dios, inventó a Dios de la nada?
El río se mueve continuamente, le enseñan a Kaspar. Sí, pero si el movimiento es perpetuo, su rumor es inmóvil, añade él.
Paolo Febbraro trama estos poemas como quien juega con la filosofía occidental, observando de soslayo a los grandes nombres, con media sonrisa siempre, como quien ha decidido transformar cada crítica en un diálogo irónico sin abandonar nunca la poesía.
Los nombres, los lugares, las tradiciones, las religiones o la pedagogía, todo sirve y de todo se ríe seriamente Kaspar Hauser, y su sonrisa de loco dice más de nosotros que varias toneladas de literatura académica.
La ciudad existe cuando el campo queda rodeado. Las habitaciones quieren tener sus propios pensamientos, y el viento es quien las hace escribir. Los objetos nos hablan y en ese diálogo, tan demente, hay una enseñanza. La escritura nos habla como ese hombre que habla, pero en la escritura hay un río subterráneo. Se equivoca Kaspar Hauser en este diario, y en cada uno de sus errores hay un salvavidas.
“Apri la finestra, Kaspar.”
“No, Franz. Voglio rimanere.”
Que viene a ser:
“Abre la ventana, Kaspar.”
“No, Franz. Quiero quedarme.”
Hay que quedarse, hay que pasar de largo ante las ventanas abiertas.
La inocencia es imposible para el poeta de hoy, defiende Paolo Febbraro, por eso invita a la poesía a la casa de la ficción. Una casa de mala vida, llena de gentuza, de contradicciones, de humor. La gente honrada y la gente que sabe no va nunca por allí. En esa casa habita también la realidad, pero es una realidad que evita el centro del escenario, que no se conforma con las noticias y las contranoticias, que toma callejuelas imprevistas, que intuye que el insecto, el hombre y la silla comparten una misma naturaleza. Ya digo, son tarados, perdidos, adictos. Allí, tan enfermos están, es posible lo imposible. Y lo imposible es lo que sucede todos los días ante nuestros ojos ciegos, algo que solo puedes ver si eres un loco, un ingenuo, un idiota, un niño, o si te atreves a serlo sobre una página.
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