La violencia está a veces sobre la mesa donde espera el desayuno, en la barra de pan que mordisquea un carpintero, en la copa de aguardiente que traga el policía. La violencia silba todos los himnos. La violencia no dormía antes de la guerra y no se ha dormido después, solo se ha cambiado de zapatos.
Un himno se repite hasta abrirse paso por las ventanas del colegio. El país es una gran casa, explica la profesora de espaldas a un mapa de Rumanía. A los rumanos no les agradan los alemanes. En esta novela parece como si la minoría alemana fuera la espuma de cerveza que queda entre los dedos del borracho rumano, que sin duda lo sabe y se los limpia.
Entramos de puntillas en un pueblo sin nombre. Hay pequeñas historias que crecen rápido como charcos bajo la lluvia y que van dejando en los personajes socavones, enfermedades y cicatrices.
De eso nos habla, sin levantar nunca la voz, Herta Müller, tirando de frases cortas y áridas, seccionando la novela en cuadros breves, arriesgando unas pocas metáforas que airean las habitaciones de la lectura.
Herta Müller cuenta la historia de Windisch, de su mujer Katharina y su hija Amalie, pero también siembra a su alrededor leyendas insuficientes, conversaciones que no parecen acabar, fotografías borrosas que se entrecruzan y terminan por formar un mismo barro.
El hombre es un gran faisán en el mundo es una historia sin fechas ni desfiles, sin masacres ni grandes nombres uniformados, sin carros de combate y sin fanfarrias, es la historia en voz baja, la historia de los que no tienen nombre, de lo que ocurre cuando no ocurre nada.
Casi todo sucede en silencio, a puerta cerrada, bajo la luz indigente de una lámpara de petróleo. Una larga espera trepa por las paredes de las casas, avanza por la mesa, abre la puerta, sale a la calle y da unos pasos hasta que el frío la hunde.
Todos esperan los pasaportes para emigrar. No viven, solo esperan. A veces se trabaja por casi nada mientras se espera. A veces hay que hacer cualquier cosa para que lleguen. Por eso Amalie se prostituye, para dejar de esperar.
La prosa de Müller a veces resulta tan fría y seca que uno tiene la sensación de estar caminando sobre un cascajal helado. Las palabras no brillan aquí, solo pesan y cortan.
Una de las mejores páginas del libro es la dedicada a la madre de Amalie, Katharina. Tras la guerra fue deportada a Rusia e internada en un campo de trabajo. Pronto le crecieron ratas en el estómago. El frío congelaba la hierba y apenas podía levantar la pala con carbón. El hambre se podía contar por nevadas. Como las ratas del estómago no duermen, Katharina buscaba por la noche otra barraca, un cuerpo de guardián, de capataz o de médico. Así fue como Katharina pudo cambiar su sopa de hierbas por pan con azúcar. Así pasaron las nevadas, las ratas del estómago se durmieron y llegó el tren que la devolvió a casa.
Al fin, tras la humillación, llegan los pasaportes, pero quienes suben al tren llevan un fardo invisible a sus espaldas.
Los personajes de esta novela viven en un pozo. Para salir no deben luchar, tampoco quejarse. Si quieren escapar deben morir o someterse. Es el pozo que cavó Ceaucescu.
El hombre es un gran faisán en el mundo (Siruela, 2009), de Herta Müller.
Traducción de Juan José del Solar
Foto: David Alonso
¡Magnífico comentario de este libro, estimado Bruno!
ResponderEliminarDe Herta Müller te recomiendo, además, unos ensayos fabulosos, Hambre y seda. Pocas veces pueden leerse, desde el punto de vista estético, ensayos tan escalofriantes sobre la vida en regímenes totalitarios.
Un fuerte abrazo y gracias por compartir este texto.
Anibal Campos
Gracias por la visita y la recomendación, Aníbal.
ResponderEliminarUn saludo.