Hoy
me dio por reunir objetos, sospechar escenas de calle, tramar historias sin
fundamento.
Un
botón como ojo de avestruz encontrado en la silla de un café. Aquel hombre tan
orgulloso de trabajar como un buey para que sus dos hijos vivieran como
príncipes. El camarero que nunca sonreía y nunca se quejaba, elemento mecánico
del servicio, perfecto, casi vivo. “La culpa es de los curas”, repetía la
señora con una gran cruz de oro en su cuello. Las hormigas, que cada cierto
tiempo se empeñan en hacer colonia en mi casa: no recuerdan el anterior
exterminio. Gente que lee libros para esconder la mirada. El amigo que no sabe
abrazarme, al que no sabría abrazar. Las preguntas del dentista a las que solo
puedes responder con sonidos guturales. La hija que no está dispuesta a pagar
la cuenta de la madre, la madre que no está dispuesta a dejarse timar por su
hija. La severa relación que une a los mejores manteles con las mejores
papadas. Un viejo marinero varado en la parada de autobuses, jubilado, inmóvil,
receloso. Las rodillas hinchadas de la mujer que carga con dos bolsas llenas de
comida, calle arriba, como quien lleva alimentando toda su vida a una jauría
insaciable. Esa gente desesperada que vaga por la ciudad, que conversa con el
asfalto y las aceras, que parece que nunca se ha detenido en su búsqueda. Y
nosotros, que esperamos lo que no puede suceder, desorientados, caídos en la
perplejidad, nosotros que hemos huido por la puerta de emergencia.
Imagen: Carlos Prieto
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