Juvenal fue primero un hombre
acomodado y luego un monigote que golpea el azar, un hijo de nadie,
un desheredado. Tuvo poder y alcanzó la miseria, y escribió para
quejarse, lleno de indignación y de miedo, consciente de que sus
palabras eran puñales que podían regresar para buscarle.
Con
sus sátiras no es difícil atravesar la antigua Roma, ver a los
pitagóricos y sus banquetes vegetarianos, contemplar las casas que
se derrumban por la negligencia de sus propietarios, las botas
agujereadas de los olvidados, sus togas zurcidas y andrajosas, la
canícula que golpea la ciudad donde mil poetas recitan sus versos
somníferos, las ruinas que acaban de ser alquiladas a los judíos,
más allá del Tíber, el mármol que oculta el césped y la tierra,
más dignos para nuestro paso, los salvados y los hundidos, verás a
porteadores de cadáveres, vaciadores de cloacas, niños ancianos,
esclavos vendidos en subasta pública.
“No
seré ayudante de ladrones, porque no salgo nunca a acompañar a
nadie. Nada tan apreciado como el cómplice”, escribe Juvenal en
una de sus sátiras. Roma es un escaparate: prostitutas con gorritos
de colores, romanos que se creen griegos, inventores de genealogías,
bandadas de sofistas, gramáticos del hambre, masajistas, sicarios de fama, magos y equilibristas
que solo esperan ser lo que no son, cambiar pronto de vida, abandonarlo
todo, refugiarse en el espejismo.
Es
cierto, esas páginas tienen dos mil años, pero con unos pocos
retoques valdrían para hoy.
Imagen: Salvo Petri
Fantástico.
ResponderEliminarSergio Berrocal.