Tranströmer escribe cada página
como si fuera la última, dejando en cada poema un epitafio o un
dudoso legado, y haciendo que esas líneas sean insoportables sin
descanso. El poeta sueco no admite la lectura confortable, no espera
a sus lectores, no hace pactos.
La
poesía de Tomas Tranströmer se asemeja a un río: la sensación es
la de un caudal fijo, la de alguien que desde el primer libro guarda
una asombrosa fidelidad a un proyecto que sigue intacto en el último,
la coherencia navegable con que se pasa de una página a otra, algo
que quizá no sea más que el fruto de un carácter, el resultado de
una bandada de obsesiones.
El
talento del sueco hace que confluyan dos realidades en una misma
imagen con una seguridad alucinada, como ese patio de colegio que se
ensancha en el cementerio, esos árboles que caminan con paso lento
por el frío, ese mundo que hormiguea en el abrigo, que entra y sale
con millones de patas atareadas, la vida como algo que se sedimenta
en los tubos de ventilación, el resplandor de los coches en la
ciudad nocturna igual que platillos volantes o esa piedra que hace
brillar la oscuridad, porque esa piedra debe ser la palabra escrita,
aquello que no estaba o se fue, aquello que no podíamos decir, y que
solo en el poema encontró su oxígeno.
Tranströmer nos entregó una voz que sabe
renovar los símbolos de la naturaleza y que tuvo la inteligencia de
adoptar la ciudad como un paisaje inexcusable, con su aceleración
desolada y su irrealidad cotidiana.
Quizá
solo el poemario Bálticos
(1974) -el más unitario pero también el menos afortunado de los
suyos-, incumple ese río del que hablaba antes.
No
es posible entrar en la poesía de Tomas Tranströmer sin aceptar las
reglas de su juego: el sello, esa alfombra voladora; la casa donde se
sienten los pasos como humo por el techo; larvas de mosquistos que
dibujan interrogaciones en los charcos fríos; la anestesia de la
primavera; el sanatorio que está repleto de clavos que atraviesan la
sociedad o la manecilla reptil que envenena los minutos. Así sucede
“porque todo cuanto acontece en la superficie se vuelve hacia
dentro”.
Un
ejemplo de su habilidad, a la vez reflexiva y visual, es el poema
“Fórmulas de invierno”, dividido en cinco breve secciones. En la
última puede leerse (la traducción es de Roberto Mascaró):
Resplandece como una nave en el bosque de abetos,
allí donde el camino es un profundo, estrecho canal muerto.
Pocos pasajeros: unos viejos y otros muy jóvenes.
Si se detuviese y apagase las luces
el mundo sería exterminado.
Uno
de los motivos recurrentes de esta poesía es la distancia entre el
poeta y la realidad. Algo nos une y nos separa del mundo, como si la
niebla hubiera invadido la ciudad, y entre el que observa y las
calles y los paseantes existiera una frontera invisible pero real,
una distancia insalvable.
Acaso
Tranströmer escribió para entregarle a sus lectores lo mismo que
quería para sí: un refugio antes de la mudanza definitiva, una
conciencia del dolor y del placer, y dentro de esa conciencia los
minúsculos detalles que la luz concede: los ciclos infinitos, los
pasillos de la mirada, la erizada piel del mundo.
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