Quería hablarles de los conjuntos de conjuntos de cosas que no se contienen a sí mismos, del señor Frege, de la paradoja de Russell y de la contradicción, pero me salió esta historia.
Estamos en un país dudoso, inmenso y superpoblado: tiene cien habitantes. La cifra y el adjetivo tienen una coartada temporal, todo ocurre en la leyenda, que es el doble fondo de esa maleta que otros llaman tiempo.
En ese país, que llamaremos Geico, que es anagrama de ciego, y cuya visita, segunda lectura o invasión no es conveniente ni necesaria. En ese país, decía, en ese imperio de cien habitantes había un ministro barbudo y orondo que tenía la costumbre y el poder de legislar.
El barbudo ministro se llamaba Ulcaor (la solución al final), y supo por un chivato melenudo y piernilargo, que los escritores públicos, aquellos que ayudaban a los analfabetos, que eran mayoría en Geico, estaban tan desbordados por el trabajo, que no sabían donde esconderse para que les dejaran en paz.
Los analfabetos perseguían a los escritores, que sólo eran dos, uno en cada metrópoli de cincuenta habitantes, para que estos les escribieran largas cartas de amor sin destinatario. Era la afición del país, su vicio, como las prohibiciones en el Vaticano.
Ulcaor se restregó la barriga, se atusó la barba y dominó su oligofrenia. Pensó en comerse al chivato para solucionar el problema, pero no le gustaban con melena. Luego decidió legislar.
En ese instante, era tradición antigua, el diez por ciento de la población decidió exiliarse. No quisieron esperar al Boletín Oficial.
Ulcaor, sin haber comido, legisló: “Los escritores públicos de Geico sólo podrán escribir por petición de aquellos habitantes que no sepan escribir.” Y luego se merendó a su caballo.
A la semana siguiente uno de los escritores se presentó ante Ulcaor con una queja.
El escritor dijo:
-Sé que mis libros le divierten, honorabilísimo Ulcaor, sé que mis libros calman la sed y el hambre de muchos. Pero tengo un problema, no puedo escribir más libros.”
Ulcaor reprimió su deseo de almorzarse al escritor y le escupió que prosiguiera.
-No puedo escribir, porque si escribo quebranto la ley. Según la ley puedo escribir para todos los que no pueden escribir por sí mismos, pero entonces no puedo escribir mis libros, porque yo sí puedo escribir por mí mismo.
Yo no sé qué esperaban ustedes de un país ciego, donde gobierna y legisla un señor llamado Locura, y donde los escritores no pueden escribir. ¿Será una leyenda?
Estas líneas son para Tomi, que hace unos días, a la una de la mañana, leía la paradoja de Russell en su habitación, como si los libros y su veneno le hubieran atrapado para siempre.
Ya decía Onetti en su decálogo para jóvenes escritores que hay que escribir siempre para ese otro, implacable, que llevamos dentro... Decirte sólo que me ha encantado, Bruno, en serio. Creo que hay cierta amargura solipsista en la queja del escritor, pero me da que no soy quién para criticar eso.
ResponderEliminarUn saludo.
D.
Atrapado para siempre me temo, y usted, caballero, tiene parte de culpa =)
ResponderEliminarY qué bien suena esa leyenda que no es una leyenda.
ResponderEliminarSigue así. En la red hay muy pocos escritores que tengan ese talento.
No será una paradoja de otra paradoja emparadojada. Russell era un loco, un vanidoso y un tipo un poco idiota, ¿no creen?
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