Tres escaleras



Recuerdo que descendí por la primera escalera hasta llegar al siglo IV. Una intimidad de frescos lientos que se disuelven había allí, palabras tachadas de un latín sentencioso, barcas de pigmentos donde unos pocos reman aún hacia la noche. 

Luego bajé otra escalera y me encontré en el siglo I, domus de primitivos cristianos, aún cegados por una fe convulsa. Permanece el espacio, la cautela de un orden y un rumor de aguas subterráneas. 

Solo faltaba en ese lugar la sospechada escalera final, la que debe recordarnos que nuestro nombre no existe y en un leve descenso, aprendiendo del barro, ocupar nuestro hueco, firmar el último divorcio con la carne, inclinarse hacia el gusano.



4 comentarios:

  1. Nuestro nombre -y el de todas las cosas- sí existe, pero no lo conocemos.

    Acabo de descubrir tu blog y me he convertido en fan tuyo.

    Un saludo

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  2. Gracias por la visita y la generosidad, Nicolás.

    En un sentido transitorio tal vez existan los nombres, pero no en un sentido absoluto. Cualquier nombre (y aquí me refiero al nombre de cada ser humano), es tan minúsculo y efímero, tiende con tanta evidencia a cero, que deja de ser nombre para mezclarse con el nombre de su otra realidad, mucho más perdurable, la realidad de la tierra, del gusano, del agua y el aire. El nombre es entonces cualquier nombre. Es decir, no es otro, es lo mismo, y su existencia es una. Llamarse Nicolás o Bruno o Javier es un azar transitorio que la última escalera sabrá borrar para devolvernos a la anonimia.

    Un saludo.

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  3. Como decía un maestro zen, "somos ola y mar". Y por muy insignificante que sea la ola, ésta nunca es nula. Aunque repugne a la Matemática, el abismo que media entre 0 y 0,0000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000001 es mucho más grande que el existente entre esta última cifra y 10 elevado a 100. La primera sima representa la diferencia entre el no ser y el ser.

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  4. Sea el uno que es todos o la anonimia de la disolución, no veo en ese descenso algo nulo, sino la comprensión del ciclo, la dinámica de lo que puede ser algo (un parpadeo, una secuencia de ceros culminada por un uno) y pronto será nada, para volver mañana a parpadear, a culminar ese desfile y ofrecernos el espejismo de tener un nombre.

    Temo que, como en las discusiones sobre la existencia del tiempo, la frontera se establece en un territorio inestable: unos proponen el "tiempo" como uso, necesario para el cálculo y el entendimiento, efectivo e indudable. Proponen en definitiva un universo en movimiento. Otros prefieren señalar la ilusión del tiempo: provocada por la memoria (que enlaza una serie de instantes), y el lenguaje, que fomenta los espejismos de los pretéritos y futuros. Estos últimos siguen la teoría de Julian Barbour y consideran que el universo es una suma de "ahoras". Si el cambio es el indicador del tiempo, entre cambios el tiempo no existe. Barbour sostiene que el universo es estático y atemporal. Es la vieja discusión presocrática:
    Solo existe el ser, como defendía Parménides, o solo existe el devenir, como quería Heráclito.

    Temo que las dos teorías son igualmente endebles y consoladoras.

    Acaso, estimado Nicolás, nuestra diferencia no se establece en la idea que perseguimos, sino en el lenguaje que aplicamos. Acaso existir y no existir sean partículas de un mismo ser.

    Un saludo.

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