Ventajas de ser invisible



Sí, soy profesor, y parece imposible, porque es costumbre que seamos algo que unos documentos justifican, y en ese caso soy nada o soy invisible. 

Todo indica que la segunda opción es la correcta. Mis alumnos lo saben y me disculpan. Hemos establecido un código de respeto mutuo: yo no les pregunto por qué confían en mí, ellos no me interrogan sobre mi invisibilidad.

En mitad de esa confusión que llamo clase me descubro equivocado, desvío la oración y me refuto. Un desastre semanal. Mi error más habitual como profesor es no mostrarme convencido de mis argumentos: interrogo a los alumnos en busca de un desacuerdo, les propongo un desprecio a mis palabras y les empujo a que no me crean. 

Los alumnos deberían mirarme a la cara estupefactos, dudando entre el asco y el asesinato, lamentando su suerte y recordando tiempos mejores, escuelas donde había una verdad indiscutible, pero no lo hacen. 

Tengo alumnos sorprendentes y compasivos: me ofrecen una mano cuando resbalo entre citas de Monterroso y Stasiuk, sonríen si tartamudeo, me perdonan cuando juzgo con crueldad sus textos, otras veces me observan como a una triatoma infestans calva, una gigantesca vinchuca que en lugar de transmitir la enfermedad de Chagas quiere infectarlos con el parásito de la literatura.

Son gente misericordiosa, y uno aprende al verles tan atentos, tan preocupados porque no me sienta ofendido, porque no me hunda más de lo necesario. 

Sin duda sus preguntas me protegen, sus opiniones son un salvavidas para mi cordura, sus silencios me defienden.

Como el joven Kowalski del Ferdydurke de Gombrowicz, el escritor es alguien indefinido en una sociedad que exige definiciones urgentes, alguien que no puede establecerse, alguien que vive en puentes y no puede aferrarse a nada, excepto a unas pocas palabras. Alguien cuya inmadurez es la fuente principal de su escritura. En esa paradoja se establece Gombrowicz. 

En una paradoja similar se presenta ese niño que para ganarse la vida debe explicar su inmadurez, las fórmulas de su perplejidad, la sala de máquinas de sus intuiciones. Ese niño profesor que soy cada miércoles.

En realidad cada clase son dos clases. La mía es tartamuda y visible, la suya silenciosa y plena. Ellos me enseñan a escuchar y decir no, me ofrecen un muestrario de posibilidades para negar mis convicciones. 

Szymborska no ha muerto, les digo, y luego leo: 

En el tercer planeta del sol, 
la conciencia limpia y tranquila 
es síntoma primordial de animalidad. 

Son versos del poema “Alabanza de la mala opinión de sí mismo”. 

Después leo otras palabras de la polaca, extraídas de un discurso de recepción de un premio que le dieron en Suecia: “Cuando escribo siempre tengo la sensación de que alguien está detrás de mí haciendo muecas. Por eso huyo, todo lo que puedo, de las grandes palabras.”

Eso espero que vean mis alumnos cuando se pongan a escribir: alguien que hace muecas detrás de ellos.  Ellos me verán. Pero solo ellos. Ventajas de ser invisible. 


4 comentarios:

  1. Ánimo, profesor, no es nuestra misericordia la que evita tu hundimiento. Sabes reunir los argumentos necesarios para equilibrarte sobre el vacío. En todo caso, nuestro silencio, o al menos el mío, es la espalda del ruido que tus ideas despiertan. Yo, un recién llegado, te veo, y si algo se me escapa es el error o tartamudeo que crees visible. No hay desastre ni lamento en una sala de cine donde un profesor niño se enfrenta a niños alumnos sin defensas ante la mordiente vinchuca…

    ResponderEliminar
  2. Disfruto de tus palabras y del silencio.

    ResponderEliminar
  3. Personalmente, y al igual que Szymborska, sólo creo en aquellos que dudan de sí mismos :)

    ResponderEliminar
  4. Al menos estás "vivo"...

    ResponderEliminar