Foto: Álvaro Sánchez-Montañés
Un muro de calima ha secuestrado la calle, los edificios, la ciudad entera y el mar. El cielo es una niebla que permite una luz tamizada, espectral y blancuzca. El calor y la calima nos empujan hacia el café de un centro comercial, urna climatizada envuelta por una nube de polvo sahariano.
Aquí dentro volvemos a respirar. ¿Será real este día o es un préstamo del sueño?
En el gran aparcamiento crepitan las carrocerías metalizadas, el asfalto quisiera abrir la boca y tomar oxígeno, las sombras que pasan vienen enrojecidas, furiosas, en derrota. Un vértigo común nos lleva, una náusea que nos indica el camino, y la sensación de que la vida es una infinita negligencia.
Entre los cristales del café sentimos lo contrario, y una esperanza injustificada crece otra vez en mitad del desierto. La madre sudorosa, con su camiseta de lino pegada al cuerpo, distribuye dos zumos en tres vasos, reparte los cubitos de hielo, y los dos hijos beben y ella también: ellos seguros de que el mundo está bien hecho, ella proponiendo una mentira piadosa. Ya tendrán tiempo, piensa, para la desilusión. En una mesa cercana tres obreros comparten un mismo cansancio envejecido, aunque ninguno pase de los cincuenta años. Resoplan, tiran de las servilletas, aquí sí, dice uno, menos mal, suma el otro, no me muevo en media hora, suelta el tercero. Están vivos y se reconocen. Piden cerveza y luego callan.
Junto a mi mesa un hombre trajeado se quita la chaqueta, desanuda la corbata, desata un par de botones de la camisa azul. A su lado dos compañeras de trabajo rodean con las manos unos vasos de agua con hielo. No muy lejos dos señoras enjoyadas se han propuesto alargar su estancia en la mesa 7 hasta el anochecer. Revisan sus familias en un parloteo paralelo, donde se habla pero no se escucha. No hace falta, lo saben todo. A veces cierran la boca unos segundos para sorber su té helado, pero enseguida vuelven como los papagayos a repetir las palabras aprendidas, más allá de todo significado.
En la mesa 5 un joven bebe solo su refresco. Grande y atlético, acodado sobre la mesa, semeja un reciario al que pronto llamarán a morir en la arena. Hay una tristeza definitiva en su gesto, una derrota que no puede tardar, una sensación de que todo fue inútil, que no pudo ser distinto. Tal vez un recuerdo feliz atraviesa su memoria, pero es una llama breve que deviene en humo y se disuelve pronto.
También él se pregunta si será real este día, si la pesadilla no explicaría mejor este café acristalado que nos defiende del mundo. Pero entonces observa su reloj y comprende que ha llegado la hora. Hay órdenes concretas, es un reciario y lo sabe, es su turno: debe luchar para divertir a la plebe y al cónsul. Fuera una niebla de polvo y un sol invisible le esperan.
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