Foto: Teresa Arozena
Una especie de histeria compulsiva, tan grata para limpiar nuestra imagen de indolencia, permitió la tranquila autodestrucción, el incendio provocado de nuestra casa. “¿Pero por qué quiere usted quemar su casa?”, se habrá preguntado alguien propenso al sentido común. “Para cobrar el seguro”, respondieron los sacerdotes, y el público aplaudió. Durante años las llamas fueron la metáfora de una catarsis colectiva. Después del incendio llegarían los beneficios, se decían. Pero solo llegó la ceniza, que ahora nos quema los ojos. Solo una carcajada podría explicar hoy aquel incendio.
Orgullosos en nuestra depresión histórica, alegres en el autodesprecio, hemos aceptado los lemas más estruendosos y paternalistas, la ganga verbal de los sacerdotes encorbatados, elásticos en la moral, dispuestos a hincharse cada tarde a la hora del sermón.
Estrangulados por un paisaje incivil, con el que nadie se recuerda o se mejora, vagamos hoy por los límites, empujados hacia la valla o el arcén, expulsados de nosotros mismos.
Hemos recibido trato de esclavos hebreos, y los mesías han sabido alimentar nuestra fe y nos han conducido hacia el desierto. Cada uno tenía su propio Moisés en la cartera. Ahora recorremos una isla que ha sido bendecida por un bosque de cemento. Durante años nos agradó el ritual donde el pan era la carne del obrero, donde el mejor vino, que debería ser sangre, sabía a cal y arena. Pero la ceremonia de la salvación resultó ser un sainete.
Las respuestas que nos daban desde el púlpito insinuaban milagros que algunos siguen esperando acodados sobre el palenque, remotos en el gesto, rizando una interrogación que va camino de volverse la espiral de una serpiente.
Somos los protagonistas de un largo halago del fracaso, y solo nos queda la traición o la fuga.
En una arrogancia propia de la infancia hemos crecido sin antes albergar un solo mito, una sola expresión afortunada de nuestra condición. Sí, hemos sobrevivido, claman nuestros padres, y no parecía fácil conseguirlo hace un siglo, tan pobres éramos. Para sobrevivir hemos impuesto en cada esquina una moral de caciques, un teatro sentimental en honor de la tribu que servía para justificar avaricias y ovacionar majaderías.
Nuestros sacerdotes eran portadores de un mensaje de bienestar y futuro, tan escaso de autocrítica como obeso de analfabetismo. No una planificación, sino una borrachera eran sus ideales, una ebriedad que carecía de todo, también de premeditación.
El dinero atrajo a sus obispos, especialistas en medir los sacrificios ajenos, la tensión de la cuerda, el momento exacto en que se debe abandonar la embarcación antes de que empiecen las preguntas desagradables.
Ahora todo vuelve a ser un juguete: vuelan los techos de uralita, se multiplican las puertas cerradas, el óxido crece en los candados, el viento chilla en las estructuras de los edificios inacabados y África nos llama con voz de sibila.
Es el día después de la fiesta. La isla se ha vuelto un corredor angosto y el oxígeno escasea. Los oficiantes deben tomar los últimos aviones. Dos petroleros cortan la mejilla del mar.
Podríamos haber encontrado un espejo, pero elegimos vender nuestro rostro.
[Publicado en futuro público]
Inquietante y certera parábola de lo que fue un engaño y del amargo despertar, con rescate incluído.
ResponderEliminarUn abrazo.
Llegó multiplicado tu comentario.
ResponderEliminarSe ve que la identidad atosiga también a Google.
Gracias por la visita.