Sobre la posibilidad de un espejo



  

Basta un poco de atención para descubrir que los  seres pintados al óleo en la National Gallery están vivos en las salas del museo: son el público y los vigilantes, y no siempre se reconocen en el espejo. Están en camino, preparados para sustituir a los originales antiguos, consultando su teléfono móvil mientras igualan con precisión los rostros congestionados en las telas, las narices de tubérculo, las miradas humilladas y las desafiantes, el gesto que señala y la boca que no se atreve a decir lo que piensa, la piel translúcida y la futura calavera. 

Rembrandt mira a Rembrandt cuatro siglos más tarde cuando ese hombre pelirrojo y de verde impermeable observa el Autorretrato a la edad de 34 años. Son iguales aunque no sean lo mismo. 

Miro a mi alrededor y no hay modelo que no esté caminando por estas salas: me cruzo con un calvo San Jerónimo, canoso y con ligera mochila, luego con una de las jóvenes mujeres de Vermeer en pantalones vaqueros, con el perfil de un bañista de Seurat, y más de una vez he creído ver el rostro cenceño, el pequeño cráneo, la piel rasurada y amarillenta, la fría mirada de Il doge Leonardo Loredan que pintó Giovanni Bellini. Están todos aquí. No falta nadie en este juego que se repite desde hace siglos.

Tal vez haga falta el cuadro para explicar a su doble, para entender lo que fuimos sin saberlo, lo que acaso somos, eso que solo alcanzarán a ver con exactitud los que vengan mañana y se descubran en nuestros rostros pintados.


Dos fragmentos




En calles comerciales como Oxford Street siento una insatisfacción agotadora, una total ausencia de verosimilitud. ¿Qué podría encontrar uno aquí donde todo fue hecho para la multitud, donde los dioses de temporada te observan intactos y en pose desde las paredes, multiplicados por la tautología de los espejos? El lujo y el diseño ofrecen su paraíso inverosímil habitado por maniquíes que simulan una congelada soberbia, una altivez teatral. El arquetipo debe ser el maniquí: hacia él nos dirigimos en busca de un falso equilibrio del cuerpo, hacia la piel plastificada y lisa, los ojos que no quieren ver, hormigueando en busca de esa perpetua forma de no ser nada y a la vez servir de ídolo para muchos. 


Nada enseñan estos escaparates, todo lo esconden bajo el estruendo de los focos halógenos que nadie puede mirar.

Estas calles comerciales solo me satisfacen como una idea remota, como una ficción que sucede en un lugar en el que no quiero estar. 

Pero basta con alejarse por calles donde nadie vende nada, donde se oscurece el paso entre ladrillos pardos, hematomas de verdín y repintadas verjas negras, para que la gran ciudad enseñe otro de sus rostros, el de las arrugas de la acera, las cejas encanecidas de los aleros y las venas hinchadas del asfalto. 

Sí, para qué negarlo, soy un adicto a la ruina.

Hasta la mujer que pasa en silencio a nuestro lado por esas calles es otra, lejos el tráfico y el comercio, atravesada por una fuerza que refuta la quietud de los maniquíes, con un cuerpo que no exhibe su imperfección pero tampoco la oculta, una mujer que avanza abstraída, guiada solo por un instinto que le permite doblar la esquina en el momento adecuado, mil veces realizado el mismo trayecto de vuelta a casa, hundida bajo un abrigo azul que la protege del mundo, la comida tiritando en una bolsa de plástico, arrugado el rostro que no suplica ser admirado, que solo quiere descansar. 

*

Bajo la lluvia se eleva la cúpula de Saint Paul como un fantasma iluminado, hierático y obeso. Las bocas de metro tragan seres humanos que buscan refugio. Rebosan las cafeterías mientras en los ventanales pequeñas serpientes de agua caen y desaparecen y vuelven a surgir y a desaparecer, en un ciclo que enturbia la imagen de los que se protegen tras el cristal, las dos manos en la taza caliente de té, sonriendo tras el humo. 

Nosotros nos alejamos formando parte de una danza de paraguas. La lluvia oprime al río, ahora turbio y exhausto, acuchillado por un lento transbordador.

Un cielo cárdeno se deslíe en azules abisales y en grises de humo. Un sol apesadumbrado le entrega un brillo tenue a los acristalados edificios de la City, celdas iluminadas y neutras que se elevan ensimismadas, indiferentes, nuevos templos para una religión primitiva.


En Marylebone Station


En Marylebone Station, en un café circular rodeado de mesas (una fotografía cenital mostraría un sol oscuro dibujado por un niño), una mujer de piel granulada y rosa, hinchado su cuerpo bajo un largo vestido negro, los pequeños ojos azules perdidos en un rostro que culmina una papada nerviosa, bebe malhumorada su café doble y hojea The Daily Telegraph con desagrado, auscultando la actualidad que cada día llega hasta la superficie del papel, una actualidad que huele a sangre y a demencia, un olor que se abre paso a través de los gruesos dedos enjoyados, que trepa por la ropa y se mezcla con el perfume nuevo. Pero basta con pasar la pesada hoja donde se agavillan los huesos para que la mujer sonría, segura de no haber visto nada. 


Un dios salvaje


Un dios salvaje no es tanto una película como un líquido corrosivo. El espejo que nos presenta Yasmiza Reza a través de la ventana de Roman Polanski endurece las facciones, multiplica nuestras caras y nos deforma hasta lo grotesco.

He pensado en Swift, en Monterroso, en Bloy. Los tres hubieran firmado este diagnóstico.

El cine como una forma del autodesprecio. La civilización como una representación edulcorada y lujosa de la barbarie. Sosa cáustica lanzada a los ojos de un espectador que a veces sonríe, pero sin convicción. Sabe que se ríe de sí mismo, que ese monstruo soy yo.

Notas para sobrevivir al Apocalipsis



Estos días se ve a muchos genios del arte desquiciados por la extinción de la cultura subvencionada, agraviados en lo más íntimo, hablando en nombre de ese ectoplasma llamado público, exigiendo las migajas que necesitan para sus proyectos artísticos.

El problema es que las migajas se las comieron los buitres que elegimos hace muchos años, y las que sobraron se las llevó el más listo de la clase a las Islas Caimán, donde descansan en paz en un féretro de alta seguridad bajo un sol esmaltado y felino.

Esa aparente injusticia que se comete con ellos solo revela una forma de la ceguera o del vanidoso delirio. Inclino aquí unas palabras de Auden, exactas para el caso. Son de su “Calibán al público” (la traducción es de Jordi Doce): 

No podríamos estar sentados aquí ahora, limpios, caldeados, bien alimentados, en butacas por cuyo uso hemos pagado, si no fuera por otros que no están aquí; nuestra vivacidad y buen humor son los de los supervivientes, conscientes de que hay otros que no han sido tan afortunados, otros que no lograron costear el estrecho pasaje o con quienes los nativos no se mostraron tan amistosos, otros cuyas calles fueron elegidas por la explosión o en cuyo país la hambruna recaló después de desviarse del nuestro; (…) 

Esos “otros” de los que habla Auden por boca de Calibán es a quienes deberíamos mirar primero cuando hablásemos de injusticia. Algunos están muy cerca, sobreviviendo a nuestro lado, rezagados en la gran marcha, casi siempre mudos. Escritores como Stasiuk han sabido darles voz y entregarles una dignidad. 


Pero hay artistas que no entienden y reclaman lo suyo, que en verdad es de todos. Hablan de la supervivencia del arte, de la defunción del cine o de la música. No faltará el bolonio que les aplauda la miseria mientras espantan al mosquerío. El arte ha sobrevivido a Goebbels, a Pol Pot y a Stalin, no hace falta que venga nadie a redimirlo.

Hay millones de personas que acarrean cajas en la tiniebla de almacenes donde no llega la CNN, sombras que no dicen su nombre y no tienen un hueco bajo los focos,  hombres que trabajan como esclavos y también, cuando les dejan, son artistas.

A ellos no les preocupa el Apocalipsis de la cultura. Ellos ya viven en el infierno y nadie ha conseguido callarles. Siguen cantando en voz baja, siguen pintando aunque se rían de ellos, siguen haciendo fotos incómodas y necesarias. Algunos incluso se atreven a bailar o a escribir. 

La torpeza de ciertos artistas no reside en recibir una subvención o una ayuda, sino en quejarse por no recibirla. Actúan como esos escritores de fabuloso quinqué que se creen inmortales y desprecian a todo editor que les dice “no”. Creen que todo el mundo debe apostar por ellos, que la historia les está esperando, que nadie puede atreverse a negarles su talento. 

Sé que en la covacha de la literatura se seguirá escribiendo aunque no haya presupuesto ni para suturar un libro con la piel de su autor, aunque desaparezca Internet y la blogoteca se disuelva en el aire como un rizo de humo al mediodía, aunque se hundan las editoriales y un ejército sonámbulo de lectores se aplique a traficar con harapientas ediciones en descampados de periferia, aunque no llegue el papel a estas costas africanas y tengamos que garabatear en los estrechos márgenes de una guía telefónica o un código penal, aunque no quede nadie que pueda llamarse escritor, aún así se seguirá escribiendo, porque la literatura no es un manicomio exclusivo para virtuosos, sino un salvavidas de la cordura.

Y lo haremos por placer y por maldad.



Imágenes: Mimmo Jodice y Alina Polanska

La misma cosa




Es un error creer que somos “muchas cosas”, cuando en verdad somos la misma cosa, cambiante pero única. 

Estamos hechos de la misma materia que puede encontrarse en un motor de gasolina, una silla o un ordenador, y la distancia que va de un ser humano a una hormiga o a un vaso de cristal es un parpadeo geológico, el mismo que nos hace desaparecer para convertirnos más tarde en otra realidad no menos necesaria. 

Un comercio incesante nos inventa y disuelve, nos devora mientras se renueva, un ciclo donde concurren esos accidentes que llamamos la vida y la muerte, que son meros espectáculos de una sucesión infinita. 

Se hace extraño entonces hablar del otro, del enemigo o del amigo, del compatriota o del extraño, de posesiones y de fronteras, cuando en verdad somos lo mismo. Nadie nos descubre: solo nos reconocemos.

En unos pocos siglos pasamos de ser quien graba un signo cuneiforme sobre una tablilla de barro a ser el barro mismo, ese barro que se mezcla con gusanos, que mañana será hierba, banco de piedra, acaso una pantalla, la misma pantalla en la que se puede leer el signo cuneiforme que escribimos, quizá nosotros mismos, hace unos pocos siglos.

Quien escribe estas líneas y quien las lee son también lluvia y escombros y tiempo, y quizá no muy tarde volveremos a ser lo que ahora somos, sin conciencia de ese regreso. 


Llegar a Stasiuk





En Cuentos de Galitzia la naturaleza y el ser humano se confunden, forman un mismo barro denso, abren un surco común, se arrastran por un asfalto quebrado y se evaporan sin dejar huella.

Hay un lugar donde los desheredados y la naturaleza son los únicos protagonistas del baile. Ese lugar son los libros de Andrzej Stasiuk, y estos Cuentos de Galitzia (que nada tienen de cuentos sino de cuadros, óleos exactos de un mundo que agoniza) son la quinta entrega de su obra en nuestro país.

Entre esos libros que ya conocíamos estaban De camino a Babadag o El mundo detrás de Dukla, escritos con una prosa que descansaba la cabeza en el ensayo, el tronco en la poesía y las extremidades en el libro de viaje, una prosa que dirige siempre su microscopio hacia las cunetas de la realidad, que fotografía todas las formas del abandono y la caída, que huye de las capitales y se demora en el metrónomo congelado de las aldeas y las ciudades en disolución.



No habla Stasiuk de un lugar lejano, por muy escondido y deprimido que venga ese territorio, sino de lo más cercano y agobiante, de aquellos deseos que nos gobiernan y creemos gobernar, de la contradictoria miseria de nuestra existencia, de las mentiras que nosotros mismos fabricamos y consumimos, del fundido a negro que precede a la violencia, de la dignidad del desesperado, de las razones del adicto y el demente, de la naturaleza de la que surgimos y a la que pronto volveremos, revueltos en una tranquila putrefacción, para seguir en la voz de la araña que sobrevive al fuego, del cuervo que salta entre los escombros, del agua que corre bajo las hayas o del páramo que esconde nueva vida.

Cada uno de los seres que retrata Stasiuk son nadie y son Dios. No ignoro que esa afirmación sirve para cualquier ser humano.

Józek, uno de los personajes de este libro, se presenta en la iglesia y exige su parte del perdón universal. Józek no cree en Dios, pero sabe que tiene derecho a ese perdón, como tiene derecho a estar erguido, a respirar y a comer, como tiene derecho a tener unas botas para la nieve. Józek sabe que es el último tractorista del PGR, pero también sabe que el perdón es ciego, como la maldad y la justicia.

Este libro está cruzado por camiones que se hunden en el limo, fantasmas que arrastran leña entre las montañas; hombres que deambulan por un camino que es una cicatriz entre la nieve; mujeres que siempre se dirigen hacia el mismo lugar angosto, exento de oxígeno, donde fermenta el pasado y un pensamiento circular termina por derrumbarlas; habla de pueblos que dejan un leve rastro de blanco en la noche, venda en mitad de la nada, sangre coagulada; de bares donde enterrar la paga en aguardiente y escupir palabras recortadas de borracho por las que aletea un tumulto de sueños estrangulados, de sílabas que entrechocan y descienden hacia el vaso que espera.

Stasiuk es una especie de híbrido entre el pesimismo de Cioran y la prosa de Nabokov. Eso sirve de guía, pero no es suficiente para definirlo: esos dos pasillos no alcanzan a explicar su mirada, tan cargada de obsesiones e insistencias que toda página suya resulta inconfundible.

En los libros del polaco el mundo occidental llega en un goteo desesperado, entrevisto en escaparates que ofrecen coloridas baratijas, suntuosos plásticos y quimeras perfumadas, mostrando a sus protagonistas una ventana hacia una vida remota e improbable. Pero ese capitalismo occidental no le interesa nada al escritor polaco, que prefiere con razón esos lugares donde la vida se deshace para comenzar desde el principio, como si la historia fuera allí una pesadilla que será devorada por los insectos, junto con las hojas secas y los cadáveres.

El mundo de Stasiuk está en el presente, hundido hasta las rodillas en él, pero en su prosa ese presente se eleva hasta terminar volando. Entonces llega el momento en que no parece que hable de nuestra época, sino de cualquier tiempo y lugar.

No conozco otro esfuerzo más necesario que el de llegar a Stasiuk. Allí habita la mejor literatura, la que se sirve de todo para hacer poesía, la que propone una absolución y una crítica, la que nos enseña a desaparecer. 


Cuentos de GalitziaAndrzej Stasiuk (Acantilado, 2010) 


       Imagen primera: Alina Polanska