También Roma



A veces me encierro en esta celda de San Pietro in Montorio y no quiero salir. Es como si esta ciudad me fagocitara cada vez que intento entenderla. A la vez me seduce y me espanta esta Roma piadosa y miserable, espinada y tersa, histriónica y natural. Me encierro y busco en los libros lo que la realidad nunca me da. Quizá estoy equivocado. También los libros son un espejismo, también Roma. 

Camino sin rumbo por el Trastevere hasta que me llama la fachada de una iglesia. No es posible entrar, porque una valla de madera me impide acceder a la Chiesa di Santa Maria dell’Orto. Desde la puerta atisbo lo que puedo, que es muy poco, pero encuentro muy delicadas y propensas a convertirse en esculturas a las tres personas que limpian el suelo de la iglesia. 

Alguien tendrá que dedicarles una obra algún día a esas dos mujeres y a ese anciano que barren y fregan ese suelo de mármol. No lo hacen con pasión, pero tampoco se rinden o detienen. 

Sin duda su entrega vale más que la iglesia que sólo alcanzo a entrever. Me bastan ellos para entender este día, para salir indemne y regresar a mi habitación sin queja. 

En cada esquina de esta ciudad hay una iglesia esperándome, siempre absurda y hermosa, siempre silenciosa y grandilocuente. Sólo le faltan a estas iglesias, para ser un reflejo exacto de la ciudad en que se levantan, las ruinas y los desconchados que Roma muestra con gracia y con impudor, y que son una parte de su cotidiana locura y de su cojeante naturaleza. 

Variación sobre un tema de Fabio Montes

Imagen: Saad Salem



El energúmeno que sólo desea quitarte la razón y el adulador que no pierde ocasión para dártela; el propietario de ese aparatoso puro que culmina una barriga lunar; la vecina que te impedía jugar en el portal de tu edificio y te llamaba hijo del demonio, criaturita de satanás; el aceitoso parroquiano que recorta y escupe las palabras acodado en la barra de un figón suburbial, aferrado a ese vaso de vino que es demasiado pequeño para sostenerlo; ese taxista que nunca detiene su monserga; la dependienta escuálida y arrugada que te perdona la vida cuando te atiende; el profesor que grita para que dejen de gritar sus alumnos; la joven que dice admirarte pero no te deja hablar; la madre que te aprovecha para su desahogo; esa corbata que sólo sabe dar órdenes; ese analfabeto con despacho que cada mañana cisca un discurso; el cuerpo que deseaste y que nunca alcanzarás, el mismo cuerpo que cada día pasa a tu lado, altivo e indiferente; el espantapájaros que reclama tu atención para venderte un seguro de vida; el maestro jubilado que sigue impartiendo lecciones ante un auditorio de sombras; el gazmoño universitario que se da pujos de radical y te presenta, sin pedírsela, a su buena amiga la Verdad Absoluta; ese conocido pelmazo que te taladra con sus grotescas aventuras; el conferenciante que embadurna su cacareo con un desfile de tecnicismos y una sintaxis tartamuda; el que te insulta con motivos y siempre te recuerda tu peor día; el que se burla a tus espaldas pero guarda una sonrisa para tu cara; la poeta que suplica lectores pero hierve ante cada crítica; el que está seguro de que son los otros los culpables de todos sus males; el que se felicita con tu fracaso; el que espera no volver a verte nunca más.

Esas personas son la representación de lo que no queremos ser. Son los otros. Pero es un engaño natural de nuestra mente, una mentira que nos contamos para sobrevivir.

Esas personas que tanto nos molestan somos nosotros. Desayunan tu pan, beben tu café, hacen tu trabajo, se acuestan contigo y aún no los conoces. Basta con que te acerques a un espejo para verlos. Todas, sin que falte ninguna, están en ti.


El primer día



Transformar algo muy pesado en algo ingrávido. Ese era el oficio de Robert Walser para el autor de El paseante solitario, el libro en forma de retrato que firma W. G. Sebald. La afirmación valdría para cualquier escritor que merezca ese nombre. También habla Sebald, para definir el estilo del escritor suizo, de una “simulación de torpeza con el mayor virtuosismo”.


Dejo el pequeño libro del alemán y me voy al parque. Está muy cerca de donde duermo. Cuando no sucede nada, excepto lo cotidiano e inevitable, es cuando más se disfruta este parque esquinado y acogedor.

Es un parque breve, y sus límites son siempre visibles, pero hoy no necesito más, me basta este escenario donde todo sucede aunque parezca que no sucede nada. En una de las esquinas suele demorarse un grupo de adolescentes: acampan allí todo el día, y allí fuman y trapichean hasta la noche. No suelen molestar a nadie. Tienen su territorio y carecen de aspiraciones. En la esquina contraria hay un café con terraza y muy cerca de la terraza hay un parque infantil. Por ese lado llega la vida al parque, que cada tarde es colonizado por un ruidoso enjambre de niños y de padres vigilantes. No hay tregua para el columpio, tampoco para el tobogán o para el enfermizo caballo cuyas extremidades han sido sustituidas por un resorte gigantesco. Otros niños prefieren revolcarse por el césped, hacerse los muertos, pelearse o dormitar.

Alguien llega y se sienta en uno de los bancos de madera. Se pone a leer a sorbos, interrumpido con agrado por la obra que se representa ante él. Las lecturas se examinan aquí: es como si los libros propusieran una teoría que este parque refuta o aprueba. Basta con levantar la vista del papel para ver cómo la otra literatura, la que escriben el sol y la sangre y las infinitas generaciones, pasa por aquí sin detenerse, como si este fuera el primer día de la creación.

Luego ese lector regresa a casa y escribe en un cuaderno ese tejer y destejer de los días y las noches. Escribe para convertir algo muy pesado en algo ingrávido.

Una mañana en la cafetería



Busco refugio contra el caldo hirviente de este día de verano. Lo encuentro en una cafetería abarrotada y ruidosa. Frente a mí devora con placer unos bocadillos una familia en la que sólo parece faltar el padre. La abuela es pequeña y gruesa, de pies hinchados y venosos, con unas gafas inmensas tras la que bailan dos ojos oscuros, de mirada perpleja, consternada, sólo feliz cuando mastica y cuando ve masticar a los suyos. Lleva un traje viejo, de un azul marino descolorido, y un bolso negro cruzado perpetuamente sobre la barriga. La vida no ha sido fácil para ella y hoy se muestra sin fuerzas para seguir domando la naturaleza salvaje de los que la rodean. Mira a su hija y a sus dos nietos con una especie de misericordia que tiene una astilla de alegría y un fondo de amargura. Ella esperaba… Pero esperar algo de la vida es siempre un exceso, parece decirme mientras mira a ningún sitio.




Su hija está sentada frente a ella. Es más gruesa que su madre y vive en un enfado constante. Reprende a sus dos hijos por su forma de comer, por las palabras que ciscan, que son un plagio de las suyas, luego discute con el aire, espanta moscas como si peleara con ellas, gesticula airada y mientras gesticula las carnes se revuelven y agitan, fatigadas de tanto combate.





El mayor de los dos hijos, de unos dieciocho años, es remoreno, va tocado con una gorra rapera, lleva pendientes y tiene un hablar bronco, pastoso, cultivado en las mejores calles de su barrio. Algunos virtuosos oyentes podrían señalar el barrio con sólo identificar ciertas palabras. El joven muestra una desgana natural, constitutiva y espléndida. Su desgana parece ser su doctrina. Los párpados pesados, que imitan a los mafiosos del cine, refutan cualquier ilusión, amonestan toda esperanza. Sabe que no hay ningún lugar al que llegar, que todo ocurre tarde y sin sentido. Lo imagino esquinado en su barrio, con veinte años más, ganado el respeto entre los suyos, feliz en su desidia, triunfador y áspero.






Su hermano le imita sin convicción, seguro de poder superarle pronto. Otra esquina le está esperando a él y lo sabe, otra desidia, otra jerarquía. Ignora a la madre, pero cuando habla repite sus gestos e iguala sus insultos. Unas bolsas con alimentos descansan en el suelo, entre las cuatro sillas, como una barricada improvisada en una guerra invisible. Ya se van.


No muy lejos encuentro otra familia, igualmente maravillosa, discutidora y glotona. Podría elegir cualquier mesa, en todas hay materia para una novela.

Vuelvo a la mesa que está frente a mí. No ha pasado un minuto vacía. Ahora se ha sentado una joven fumadora, diminuta y maquillada, con un traje rosado y un collar de perlas que intuyo de bisutería. Entiendo mejor el cuello desnudo, las cosas que aceptan lo que son. La joven salva su pequeñez encaramándose sobre unos zapatos de tacones altos y dolorosos. Uno no la ve guapa, pero ella actúa como si estuviera en un escenario y todos fuéramos sus admiradores. Está sola, se aburre, no para de mover las manos y de trastear con su teléfono móvil. Al final termina por hacer una llamada.

El aburrimiento es la miseria de la inteligencia, su podredumbre. Basta un poco de curiosidad para salvar esa trampa. No me puedo quejar, a mí nunca me ha faltado esa curiosidad que convierte la realidad en una representación inagotable.

El calor no cede y la gente se renueva ante las mesas sin descanso. Un camarero, camisa blanca y pajarita negra, la cara roja y sudorosa, me observa unos segundos mientras escribo. Sonríe con una mezcla de humor y tristeza. Los dos somos felices e insignificantes. Él parece útil, sirve con diligencia y nos observa a todos con delicia. Yo intento imitarle.



La vida en la escalera




Se fueron sin despedirse, como los héroes, mis atormentados y ruidosos vecinos, y ahora no tengo nadie de quien quejarme. Antes todo estaba claro, existía un orden preciso, una matemática vital: si mis vecinos convertían su casa en discoteca o en campo de batalla, yo escapaba con mis bártulos a una biblioteca, a un parque o a la casa de un amigo desconcertado, que no comprendía mi afición a leer en su sofá.

Antes había tardes en que mi suelo temblaba con un ritmo diabólico, y la tranquilidad era un fantasma caprichoso que se disolvía justo en el instante en que la estruendosa música vecinal ocupaba mi apartamento.

Antes soñaba con Naipaul, con su casa a prueba de ruidos, con sus habitaciones insonorizadas.

Eran gente de fiar mis vecinos, animales sistemáticos: apenas dos o tres detenciones al año, media docena de discusiones a gritos cada mes, una fiesta y una pelea por semana.

Tenían costumbres felices. Vivían a medio camino entre su casa y la escalera del edificio, optando siempre por esta última en caso de duda. En la escalera trabaron amistades, menudearon sustancias, almorzaron, hicieron el amor y se partieron la cara. Nunca entendí su entusiasmo, pero hoy comprendo que es en la escalera donde está la vida, y que los demás sobrevivimos enclaustrados, esclavos de la biblioteca y de sus pasillos y espejismos.

Ahora que se han ido comprendo que eran ellos las víctimas, porque soportaron sin queja mi insufrible silencio.

Nada será igual, lo sé. Salgo a la terraza esta noche y este lugar se parece a lo que fue siempre, una urbanización de las afueras de Santa Cruz, fea, pacífica y mortecina. Desde aquí el mar y el cielo son una piedra oscura que sólo desmienten las luces de algunos barcos fondeados.

Pero hay días en que escucho un lejano zumbido, un retemblar de altavoces que se acerca, y pienso que son ellos, que vuelven para tomar posesión de su escalera, y entonces recuerdo otra vez aquella vida, como si aún no hubiera despertado de la pesadilla.

El circo en la blogoteca


Imagen: Frederick Glasier


La cosa viene de antiguo y no tiene remedio. Y a mí me encanta, para que les voy a engañar. Soy un adicto, un payaso, como casi todos por aquí. Esto de la literatura y su variante en red es como una corrala donde cada inquilino tiene por amigo del diablo a su vecino.

No escasea la diversión en la blogoteca. Los poetas se quieren a navajazos entre comentarios, se pulen la estética al corte, se dan mantequilla en anónimo y luego acuden a gramática para despiojarse. Hay niños que aún no han salido de la casa de mamá y se extraen de la piedra del cacumen una pose de majaderos turbios, de aristócratas de tugurio, con vida esponjosa y noches de ayahuasca y diosas; otros se ponen de científicos, de críticos al día, se dan pujos de sabios mutantes, espabilados ellos, con su pacotilla de citas y su librea de eruditos, vienen erizados de tecnología crítica, empachados con las últimas novedades en los misterios del significado, la construcción oracional y las estructuras narrativas. Es una fiesta y hay para todos, incluso unos cuantos escritores que merecen ser leídos.



El desfile es maravilloso. Están los críticos de contraportada; los contracríticos, que
se creen definitivos, tenebrosos y auténticos; los escritores asociados, dispuestos a morir por sus camaradas, amantes de la revista oficial en papel satinado y del panegírico al presidente, pero que se rebajan al blog como quien se tira en el barro. Vean a los profesionales de la política, gente seria, intocable, que hace de su literatura un decreto, con esas maneras mafiosas envueltas en sonrisas electorales. No se olviden de los que tienen en el blog su negociado, pagos y cobros, con sus reseñas a los amigos, esos lugares donde se celebran las novedades con copas gelatinosas recubiertas con galleta filosófica o con un amable pudding agradecido. Están los analfabetos que alardean de sus obras completas; los filósofos sin filosofía, entrenados en la nota al pie y en ese salvavidas que es la cursiva; están los escritores confabulados al calor de la camarilla teórica y del maestro, que viven en cruzada contra el universo y su cochambre. En este circo no se descansa. Miles de genios al borde de la obra maestra trabajan noche y día para iluminar nuestras pantallas. Benditos sean.

Aburrise es imposible por aquí.

Nunca hubo tanta literatura, tanto disparo al aire, tantas jóvenes promesas, tantos genios jubilados.

Todo eso desfila por la blogoteca, pero no hay novedad alguna. Cuando no existía un solo blog sobre la tierra y los ordenadores sólo aparecían en las películas de ciencia ficción era todo igual, aunque la corrala de la literatura era más pequeña y asfixiante. Las hemerotecas exhiben sin pudor aquellos desfiles con banda.

El olvido, tan acogedor, nos absolverá a todos. Pero mientras dure el circo, no se pierdan ustedes los homenajes con forma de ataúd, las didácticas cuchilladas, los concilios ecuménicos. A veces, sin saber por qué, pasan cosas extrañas, y te encuentras con algo de fabulosa literatura.


Cónclave de locos



Me cuenta Stefano, un genovés que intenta higienizar mi fangoso italiano, que la palabra tertulia no tiene una correspondencia exacta en el idioma de Leopardi. Le propongo dos traducciones aproximadas: conclave di pazzi y guazzabuglio con caffè. Me mira como si hubiera perdido la cabeza.

Pronto comprobará el genovés que la tertulia de Al Faro admite esas dos definiciones. Excepto unos pocos incondicionales y enfermos, entre los que me encuentro, el resto de tertulianos no suele repetir su experiencia.

El trato que se le dispensa a los nuevos en nuestra tertulia es impúdico y ofensivo. Se les molesta con interrogatorios sobre su inteligencia, se enciende su vanidad con elogios ridículos, se citan autores imaginarios que perturban su erudición y se procede al descabello con insinuaciones sobre su cordura.

Es natural que nos desprecien y no vuelvan por allí. Somos gente poco recomendable, y casi todo lo que sabemos procede de los antiguos pantagruelistas, de las Noches áticas de Gelio y del trato impuro con las enciclopedias.