Giorgio Vigolo sigue esperando



Giorgio Vigolo (Roma, 1894-1983) es un poeta menor para la crítica italiana y un poeta casi desconocido en España. Su obra persiguió la estela de la poesía de Sbarbaro y de Rébora (autores que habían roto con el decandentismo de Pascoli y D'Annunzio), con deudas a la retórica de Onofri en sus primeros libros, luego con un leve acercamiento a Saba. Su poesía nunca se afilió a los presupuestos dislocados de Marinetti y tampoco quiso seguir a los cien mil hijos del hermetismo italiano. Vigolo intentó conjugar una escritura meditativa, habitada por una angustia subterránea, desolada en ocasiones, con un lenguaje bien empastado, integrando a veces el trazo libre de las imágenes oníricas. No lo consiguió siempre, pero sus aciertos merecen ser recordados.

Vigolo, además de poeta, colaboró con Lírica, La Voce, fue crítico musical de la RAI y de Mondo, y traductor de Hoffman y de Hölderlin. Si libro más recordable  es I fantasmi di pietra (1979), pero sería una pérdida no revisar la amplia antología Poesie scelte (1976). En prosa dejó algunos libros cuidados y breves, en especial la colección de relatos Le notti romane (1960), que contiene al menos un cuento inagotable, titulado "Il nome del luogo". En ese cuento un hombre desciende de un autobús en la parada de un pueblo sin nombre. Nadie en el pueblo sabe el nombre del lugar y a nadie parece preocuparle ese vacío. Cae la noche y no tiene donde dormir, siquiera tiene un nombre, un lugar en el mundo. Concluye entonces: "Era el hombre que no tenía siquiera un donde". Es una metáfora perfecta de la vida de Giorgio Vigolo, un hombre al que la realidad siempre le quedaba lejos, como algo que se retrae cuando queremos tocarlo. La realidad fue para él una cosa entrevista, lejana, borrosa. A él solo le quedaban los sueños, la historia y la literatura.


Inclino por aquí unos poemas de Vigolo que traduje hace casi diez años y que fueron publicados en la revista Clarín.




La tinta simpática

Sólo brillará lo que fue escrito
en la página negra
de la fiebre y del sueño,
con signos que se borran
a la luz del día,
y que se tornan visibles
-como letras escritas con lágrimas-
sólo cuando se acercan a la llama,
sólo cuando están cerca de quemarse.
Entre muros de pesadilla
es donde pasaste el día de tu vida,
donde escribiste como un preso,
allí está escrita tu verdadera poesía,
la que has olvidado,
la que no sabrías descifrar.
Pero al anochecer dará en tu pared
un último rayo de luz,
y verás otra vez tu vida
tallada en mil figuras
y corazones traspasados
y nombres ante los que aún palideces...




Los amigos

Los amigos me dijeron:
espéranos aquí, volveremos.
Y estuve esperando solo
una hora, dos horas...
Ya es de noche,
y los amigos se han olvidado de mí:
no vendrán.

Estás solo,
definitivamente solo.
Eso quiere decir que ya estás muerto;
que olvidaron volver a recogerte.





Escribir un poema


Escribir un poema
es un golpe de mano en lo desconocido,
es penetrar despierto
en el misterio del sueño,
es apoderarse de la noche.

Una trampa, un ataque por sorpresa
contra nuestra ciudad interior:
forzar la puerta,
adentrarse entre casas dormidas,
descubrir su secreto.

Por eso un poema
se escribe a escondidas,
casi sin saber por qué se hace;
es contrabando de frontera
que desconcierta a los centinelas,
en que se arriesga la condenación
contra el beso divino.

Por eso al escribir no es bueno
ver lo que se dibujó
en la oscuridad, en el sueño ligero,
en esos límites sin forma
que son como los fiordos de la mente,
donde se penetra en mares interiores,
encerrado en los senos
de una calma divina.



Los contrabandistas

Por las calles del papa
–hundidas entre muros
de iglesias clavadas en la penumbra–
todas las ventanas están cerradas
y todas las mujeres están muertas.
Los pasos del transeúnte a medianoche
resuenan en un vacío
de grutas y de catacumbas.
Las altas velas de las cúpulas
hinchadas por el viento de Dios
desaparecen entre las nubes,
bogan por el infinito,
y arrastran de noche
estos barcos repletos de tumbas
que hacen contrabando de misterio
con la otra vida.

En los templos del universo
ángeles contrabandistas
juegan en las nubes
entre cabos y velas;
transportan sueños a los techos,
descienden de las bóvedas
a las habitaciones, a las camas,
palpan el fondo del universo,
el nimio sedimento de la vida
donde los adormecidos reposan
como ahogados en los coitos,
debajo de milenios.
La muerte fermenta con el deseo
y vuelve a la vida con formas nuevas.



Briznas de hierba

Me impresionan las briznas de hierba,
las flores de la malvarrosa
cuando despuntan al aire
en los tejados de las iglesias,
en la orilla de las cúpulas.

El espíritu sopla donde quiere,
y aquí mansamente ha soplado.
Me impresiona porque creo
que en esas plantas humildes
sobrevive alguna alma honesta
y tal vez porque espero
que una parte de mí
pueda así perdurar en esta luz.



He vivido

He vivido desde tiempos remotos
en esta ciudad de remordimientos,
de teatros quemados por el sol,
de negras iglesias vindicativas;
desde tiempos remotos se cobija en mi sueño
una fuga de siglos en la noche,
como si durmiera en el lecho de un río
y sobre mi cabeza anduviese
la ola de los muertos.

En el interior de mis sueños
diviso vastos templos incendiados
y caballos que galopan
por los puentes nocturnos de Castello
donde el hacha se presiente.

–Detén, detén la mano del verdugo,
grita la voz afónica del sueño:
pero mi cabeza ya ha caído.




Trad. de B. M.

2 comentarios:

  1. Gracias por el descubrimiento. Preciosos y duros poemas.

    Saludos.

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  2. Sí, amigo Sergio, Vigolo es uno de esos poetas que a veces alcanzaron lo memorable pero cuya suerte fue escasa.

    Gracias por la visita.

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