Las oposiciones de Ulises
También Roma
A veces me encierro en esta celda de San Pietro in Montorio y no quiero salir. Es como si esta ciudad me fagocitara cada vez que intento entenderla. A la vez me seduce y me espanta esta Roma piadosa y miserable, espinada y tersa, histriónica y natural. Me encierro y busco en los libros lo que la realidad nunca me da. Quizá estoy equivocado. También los libros son un espejismo, también Roma.
Variación sobre un tema de Fabio Montes
Esas personas son la representación de lo que no queremos ser. Son los otros. Pero es un engaño natural de nuestra mente, una mentira que nos contamos para sobrevivir.
Esas personas que tanto nos molestan somos nosotros. Desayunan tu pan, beben tu café, hacen tu trabajo, se acuestan contigo y aún no los conoces. Basta con que te acerques a un espejo para verlos. Todas, sin que falte ninguna, están en ti.
El primer día

Una mañana en la cafetería

La vida en la escalera

El circo en la blogoteca

La cosa viene de antiguo y no tiene remedio. Y a mí me encanta, para que les voy a engañar. Soy un adicto, un payaso, como casi todos por aquí. Esto de la literatura y su variante en red es como una corrala donde cada inquilino tiene por amigo del diablo a su vecino.
El desfile es maravilloso. Están los críticos de contraportada; los contracríticos, que se creen definitivos, tenebrosos y auténticos; los escritores asociados, dispuestos a morir por sus camaradas, amantes de la revista oficial en papel satinado y del panegírico al presidente, pero que se rebajan al blog como quien se tira en el barro. Vean a los profesionales de la política, gente seria, intocable, que hace de su literatura un decreto, con esas maneras mafiosas envueltas en sonrisas electorales. No se olviden de los que tienen en el blog su negociado, pagos y cobros, con sus reseñas a los amigos, esos lugares donde se celebran las novedades con copas gelatinosas recubiertas con galleta filosófica o con un amable pudding agradecido. Están los analfabetos que alardean de sus obras completas; los filósofos sin filosofía, entrenados en la nota al pie y en ese salvavidas que es la cursiva; están los escritores confabulados al calor de la camarilla teórica y del maestro, que viven en cruzada contra el universo y su cochambre. En este circo no se descansa. Miles de genios al borde de la obra maestra trabajan noche y día para iluminar nuestras pantallas. Benditos sean.
Cónclave de locos
"Obstaculum" de Frederik Geschlossen (2)

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Geschlossen podría habernos ofrecido, como apéndice del libro, un código de desencriptación que nos permitiera encontrar esos tesoros, aunque también sabemos que eso hubiera representado condescender con el significado, con el satánico sentido, y que el autor nunca se hubiera perdonado esa traición estética.
Tampoco podemos descartar que esa turba de signos pueda carecer de una premeditación, de una alevosía creativa. Geschlossen estaría entonces jugando una partida muy distinta con el lector. Siguiendo esa lectura el Obstaculum dejaría de ser la obra fundacional del novohermetismo, para serlo del novohermetismo satírico. El no-mensaje de la novela se transformaría en un mensaje negativo, en la insoportable denegación de todo lenguaje, en el intento –poco novedoso– de incendiar cualquier orden (gramatical, narrativo o moral) y de provocar al lector, de zarandearlo con gusto, de apalearlo en silencio y sin motivo, de enfermarlo mientras dura la tortuosa lectura de esta antinovela.
Si mi sospecha es cierta, la novela de Geschlossen es la primera distopía que tiene como protagonista al lenguaje. Bajo esa luz el Obstaculum mostraría el estadio futuro de un idioma universal (y universalmente degradado y absurdo), y ante esa panorámica sólo podemos sentir náuseas o callar.
Y ese silencio del lector, ese no poder decir nada, ni a favor ni en contra de lo expuesto en el libro (contraviniendo así uno de los principios de la literatura, según Eliot), ese hueco verbal y semántico de 772 páginas que es la novela, esa horda de letras exhaustas que dejan al lector ante el abismo de la perplejidad, es sin duda el propósito de la atrevida apuesta de Geschlossen.
No es indigno señalar el virtuosismo del alemán cuando utiliza los signos de puntuación en su obra, un uso que le permite no eliminar las ambigüedades del texto, que es uno de los fundamentos tradicionales de la puntuación, sino añadir ambigüedades y desconciertos. De esta forma el Obstaculum abre ante nuestra mirada extensas topografías silenciosas que no podemos leer. Veamos un ejemplo, página 347: “&**(/¡);;#3¨´?,,¿-+” Si olvidamos la interrupción, tan expresiva, de ese 3, la secuencia es armoniosa, cálida y nutritiva.
Futuros filólogos, cargados con conocimientos que nosotros aún no podemos atisbar, dentro de no muchos siglos conseguirán traducir este libro. Estoy seguro.
Alguna mente pueril podría concluir que el invento de Geschlossen es un coloso de cartón piedra, un monumento gratuito que habitará las bibliotecas sin dejar otra huella que alguna sonrisa desinteresada. Pensar así es no ver las capacidades de este libro, la multiplicidad de lecturas que encubre su ausencia de significado, la refinada ironía que nos entrega.
De alguna forma este libro es un espejo de la inteligencia humana y del verdadero genio creativo. Por eso no hay en él nada que no sea patológico.
Tomemos sólo una cita del Obstaculum, página 691, donde podemos no-leer este pavoroso paréntesis: “ (rk¨£^ ach, .VI~æ9 su ;;; ¡¿! ঙল ex+Ƌ-Ə=ƛE eƱ::)”
¿Qué decir ante tanta belleza?
Símbolo del símbolo, esos signos lo representan todo, y en ellos, y en cualquier parte infinitamente pequeña de ellos, está el infinito, y nosotros en él, dando vueltas en el tiovivo mal engrasado, escuchando la música de feria mientras leemos sin leer la indigesta y cegadora historia de nuestra vida, que no es otra que la encerrada en el Obstaculum de Frederik Geschlossen.
"Obstaculum" de Frederik Geschlossen (1)

Emilia (o la educación)

Alrededor de Lêdo Ivo

No debemos habitar el mundo, debemos inventarlo.
Por eso a veces, cuando la realidad se tambalea, descubrimos que el escenario sigue vacío, que todo por lo que habíamos trabajado, todo lo que queríamos proteger, sólo estaba en nuestra mente.
No hay amargura en esa conclusión. En el escenario de la mente crece todo lo que somos, el universo y dentro de él cada detalle. Inventa ese universo para seguir soñando: sus fantasmas son en verdad más reales que la realidad misma.
En todo eso pienso cuando leo los versos finales de un poema titulado “El paso”, del poeta brasileño Lêdo Ivo, incluido en su libro Rumor nocturno (Vaso Roto, 2009), unos versos traducidos por Martín López-Vega que dicen:
por ser yo diferente o rechazado
incluso así pasaré.
Inventaré la puerta y el camino.
Y pasaré solo.
Lêdo Ivo es un poeta sin escuela o que pertenece a todas las escuelas. Su versatilidad le permite llegarse a la poesía más abstracta o atravesar la realidad subido en el tren de una secuencia de metáforas. Es tan difícil negarle la habilidad como fácil reconocer las caídas, los poemas que no añaden nada, que son calles sin salida, y cierta oronda retórica que no siempre acierta a dominar.
Todo eso que nos sobra queda compensado por algunos poemas donde el brasileño es capaz de entrever una idea, pero una idea que es a la vez agonía, aceptación y propuesta. Una idea que lo encierra todo y por la que podemos caminar para encontrarnos a nosotros mismos.
Basten estos versos del poema “La cascada” como ejemplo de esa maestría:
La canoa que pasa. Soy los remos.
(Nunca dejé de ser la travesía).
Y el mundo con sus muros se derrama
Dentro de cuatro milenios

Algunos bromean entre dientes, la mayoría callan, pero uno, más bravucón que sus compañeros, barboteó:
–Esos eran idiotas que no sabían nada.
–Exacto –le respondo–. Ellos eran iguales que nosotros.
Da igual la edad que tengas, seas un adolescente o un honesto y maduro padre de familia, a muchas personas les encanta despreciar el pasado, primero porque no lo conocen y luego porque se creen mejores, porque están convencidos de que su generación es la más lúcida e inteligente, que ellos, al fin, han alcanzado el sistema perfecto, la alquimia que convierte el barro en una tarjeta de crédito dorada, el dominio de una tecnología insólita, creen que lo tienen todo, la verdad y la salud, que el mundo estaba esperándoles y que ellos sí merecen ser recordados.
Ignoran que despreciar el pasado es despreciarse a uno mismo.
Dentro de cuatro milenios alguien le preguntará a un joven si sabe algo de los pueblos que habitaban en el siglo XXI.
–Idiotas que no sabían nada –le responderá. Y lo más amargo: dentro de su ignorancia ese joven tendrá razón.
La historia es el libro que casi nadie quiere leer, quizá porque en ese libro está el retrato más exacto del ser humano, lo que hemos sido, lo que somos y lo que es muy probable que seamos en el futuro, y en ese retrato no salimos nada favorecidos.
Al otro lado
Compartimos algunas aficiones menores, pero en aquello que da sentido a nuestras vidas somos dos extraños.
Todo lo que hace me resulta absurdo: nada de lo que él teme a mí me inquieta, sus gigantes son enanos para mí, sus indiferencias a mí me enloquecen, donde él ve un lago yo sólo atisbo un páramo, y donde él se detiene yo paso de largo.
Durante años nos hemos respetado como dos boxeadores que saben que la derrota y la victoria son lo mismo.
Cada uno vigila las fronteras de su intimidad. Los acuerdos son escasos y las discusiones resultan innecesarias.
Le gusta el cine de Eastwood y de Allen, que yo detesto. Una vez me confesó que había disfrutado de una película de Theo Angelopoulos. Me dio un ataque de risa. Lee mucho más que yo, pero eso no tiene ningún mérito. Casi todo en él es excesivo, y a mí los excesos me adormecen. Un ejemplo: una vez le preguntaron cuáles eran los tres filósofos a los que más admiraba. Primero le pudo cierta anglofilia y respondió: “Russell, Russell y Russell”. Pero no tardó tres segundos en corregir su tríada, asegurando que la anterior era la ideal y esta la verosímil: “Hume, Groucho y Vivaldi.”
Cuando todo va bien, él hace el trabajo y yo cobro las facturas. Se puede decir que vamos a medias. Pero si las cosas se ponen feas, él se encierra en la biblioteca y yo debo hacerlo todo.
Escribe mucho, demasiado en mi opinión, pero a veces le pagan, y eso quizá justifica su demencia. No me interesa lo que escribe, y hace años que dejé de leerle.
Nunca le hice preguntas indiscretas, y si se las hubiera hecho él no me habría respondido. Por su parte él me hace constantemente preguntas inaceptables, a las que siempre respondo con mentiras.
Vivimos juntos, pero su casa y la mía son muy distintas. Él sólo tiene libros y un ordenador. Yo tengo todo lo demás.
Jugamos a ser buenos amigos, creyendo que la voluntad es suficiente para salvar nuestras diferencias. Es mentira. La voluntad es un puente demasiado frágil para unir a esas dos personas que se alejan.
Desde hace años tengo los datos, las fechas y todas las fotografías, pero sigo sin saber quién es.
A veces él, lo sé, en sus peores noches, desearía quemar todo lo que ha escrito, quemar también su biblioteca, borrar su nombre para siempre y ser como yo.
A veces se despierta en mitad de la noche, busca un papel y se pone a escribir. Pero la mayoría de las veces se pone a leer, como un loco que busca la respuesta a una pregunta inabarcable.
Mentiría si dijera que creo en él.
Pertenecemos a la misma familia, pero su familia y la mía son incompatibles. Yo tengo padres y hermanas, él sólo tiene libros y citas.
Yo estoy más allá de sus juegos y de su obsesión, y de alguna forma le estoy esperando. Pero le espero al otro lado de la realidad, allí donde darle un sentido a la vida es un lujo innecesario, donde las palabras no son suficientes, allí donde unos segundos de luz valen más que toda su literatura.
La maledicencia
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La tribu en la frontera

Hace ya muchas décadas que la enfermedad existe, y no parece que vaya a remitir pronto. Nació como todas las cosas, para sustituir algo que estaba desapareciendo. Perdimos la fe en Dios y en la otra vida y fuimos ganando la no menos absurda fe en una patria, una bandera y una tribu. No es que fuéramos originales, la historia estaba llena de precedentes, pero es cierto que nuestra época se ha sumado a la nueva religión con un entusiasmo feroz. Como el hombre contemporáneo no tenía otra fe que su falta de fe, enseguida le encantó la idea de pertenecer a una cosa sólida e inalterable, porque no soportaba la idea de que su vida estuviera suspendida en el vacío. Esa fe empezó cuando alguien dijo que a nuestro alrededor, desde hacía siglos, existía algo que nos unía y nos hacía diferentes.
El asunto es creer en algo, tener un mito en la cabeza como se tiene una piedra en la mano. A la tribu o la comarca le asignamos una historia, empezando y acabando esa historia donde más nos conviene, pero sobre todo le entregamos unas fronteras, que no son más que una forma de avaricia. Es como el prestamista que cada noche cuenta su dinero para estar seguro de la cantidad que posee, para saber cuánto gana y conocer si le roban. Con los países, las tribus y los pueblos ocurre lo mismo. Aquí empiezan y aquí acaban. Tenga usted mucho cuidado, no bromee usted con nuestras fronteras. Eso parecen decirnos.