La maledicencia
La tribu en la frontera
Hace ya muchas décadas que la enfermedad existe, y no parece que vaya a remitir pronto. Nació como todas las cosas, para sustituir algo que estaba desapareciendo. Perdimos la fe en Dios y en la otra vida y fuimos ganando la no menos absurda fe en una patria, una bandera y una tribu. No es que fuéramos originales, la historia estaba llena de precedentes, pero es cierto que nuestra época se ha sumado a la nueva religión con un entusiasmo feroz. Como el hombre contemporáneo no tenía otra fe que su falta de fe, enseguida le encantó la idea de pertenecer a una cosa sólida e inalterable, porque no soportaba la idea de que su vida estuviera suspendida en el vacío. Esa fe empezó cuando alguien dijo que a nuestro alrededor, desde hacía siglos, existía algo que nos unía y nos hacía diferentes.
El asunto es creer en algo, tener un mito en la cabeza como se tiene una piedra en la mano. A la tribu o la comarca le asignamos una historia, empezando y acabando esa historia donde más nos conviene, pero sobre todo le entregamos unas fronteras, que no son más que una forma de avaricia. Es como el prestamista que cada noche cuenta su dinero para estar seguro de la cantidad que posee, para saber cuánto gana y conocer si le roban. Con los países, las tribus y los pueblos ocurre lo mismo. Aquí empiezan y aquí acaban. Tenga usted mucho cuidado, no bromee usted con nuestras fronteras. Eso parecen decirnos.
Mudo
Frágil cordura
Cada día vemos a la abundancia paseándose frente a un coro de necesitados, vemos el éxito del totalitarismo, los orgullosos herederos de la violencia, las leyes que parecen escritas por un demente, los disfraces de la avaricia, el chantaje entendido como una de las Bellas Artes, la normalización de la mentira, ese azar al que llamamos justicia, los fanáticos recorriendo triunfales la calle de Dios que lleva hacia la nada, los dictadores cuya sonrisa hace estremecer al niño uniformado que aplaude en la gran plaza, el pánico que nos convierte a todos en policías, el hijo que acuchilló a su madre, el ciclo perpetuo de la venganza, la caricia que recibió como respuesta un disparo, el disparo que valió una pena de muerte, las dos lápidas que dialogan mientras el frío acosa a los cipreses del cementerio.
Ese recuento es atroz y es verdad. No debemos ignorarlo, porque muestra una parte de nuestra condición.
Pero basta un libro, unas palabras exactas y felices, para entender por qué seguimos, a pesar de todo, jugando a la vida. Releo un poema de Eugénio de Andrade, “El lugar más cercano”. Al portugués le bastan cuatro versos para fundar una esperanza.
el cuerpo es el lugar
más cercano donde la luz canta.
Es en el alma donde la muerte hace la casa.
Está incluido en su libro Oficio de paciencia.
Luego termino de leer Hero y Leandro de Christopher Marlowe, en la cuidada versión en endecasílabos blancos de Antonio Rivero Taravillo. También en Marlowe encuentro un refugio que tiene el aspecto de un sueño inacabado.
Más tarde busco otra medicina en un libro de Robert Lowell, un poema titulado “En venta”, donde habla de la vieja casa de sus padres, de su muebles que esperan de puntillas la mudanza. Allí también nos dice que la casa fue puesta en venta un mes después de la muerte de su padre. Al final del poema se lee:
de vivir sola hasta los ochenta años,
mi madre estaba absorta en la ventana,
tal si se hubiera quedado en el tren
una estación después de su destino.
Sí, cada día los mensajeros nos muestran la locura del mundo, los cristales rotos por la acera, la maleta caída, ya para siempre sola, junto a un cuerpo anónimo.
Para resistir sólo nos queda la belleza, su frágil cordura, su cuerpo bajo el sol.