Había que vernos a todos haciendo deporte. Qué vergüenza para nuestros padres, que se dejaron la vida por tener unos hijos que fueran arquitectos, abogados o médicos. Ellos esperaban unos hijos atléticos y despiadados, dispuestos a hundir cualquier banco o economía y salir triunfantes, con una pensión millonaria, y allí estábamos nosotros humillando su memoria, inválidos, renqueantes, ofreciendo nuestra decrepitud a los horrorizados transeúntes.
El deporte debería ser una actividad obligatoria, especialmente para los que no sabemos hacer otra cosa que leer y escribir, porque el deporte ofrece una educación en la derrota, y es en la derrota donde afloja la cuerda de la vanidad y se encuentra una diminuta certeza, un nepente para la vida.
Habría que poner a toda la literatura española a correr maratones, jugar al rugby, al baloncesto o a dar raquetazos en una cancha de tenis. Nada de ferias del libro, simposios o encuentros de editores: todos a hacer deporte. Agentes contra poetas, editores contra libreros, postmodernos contra neoformalistas, clubes de lectura versus críticos, y así.
Un espectáculo ejemplarizante.
-Mira, mamá, qué risa. Qué malos son.
-No te rías, hijo, que son escritores. Ya tienen bastante con lo suyo.
Una revolución para el gremio. Primer Maratón de Escritores Españoles. A correr todos detrás de la sabiduría y la belleza. Imagínense a Marías perdiendo la compostura, despeinado, sin aliento, rogando un lector piadoso entre el público, a Goytisolo maldiciendo al país, prometiendo reivindicaciones y venganzas sin una sola coma, a Vila-Matas en hipoxia, dando tumbos, barriga al viento, sufriendo el mal de las bibliotecas, a Grandes pidiendo auxilio y avituallamiento, a Gimferrer resoplando, sudando venecias y barboteando endecasílabos, a Sánchez Dragó soltando una conferencia a saltitos, entrevistándose a sí mismo, o a Pérez Reverte escupiendo insultos y amenazas. Todos gesticulando al público, pidiendo clemencia, prometiendo trabajar más, escribir mejor. Detrás irán los editores, en coche, animando, compartiendo la botella. Y en la meta los agentes, esperando entre risas, con la manta térmica y el bidón de agua.
Hacer deporte con los amigos es una variante que desacredita a cualquiera, pero especialmente a mí.
Nosotros decimos que vamos a jugar porque es un verbo más generoso, de contornos filosóficos, y permite un panorama de excusas más amplio, pero en realidad lo que hacemos es competir sin escrúpulos, que es una cosa sucia y malvada, como sabe todo intelectual.
Lo mejor llega cuando terminamos. Hemos perdido todos. Basta con vernos en el banquillo, apurando una botella de agua, incapaces de levantar la cabeza: allí no puede existir un ganador. Siempre perdemos y ya nos vamos acostumbrando. Nos sentimos repentinamente envejecidos, casi últimos, sacos de huesos y venas que no merecen otra piedad que el olvido.
En ese instante es cuando recuperamos la dignidad y vemos con claridad lo que somos, justo cuando nos sentimos derrotados, minúsculos y prescindibles.