Las cuatro estaciones, de Ana Blandiana




¿Cómo mostrar una realidad que no permite ser mostrada? ¿Cómo criticar a un Estado que emplea todo su poder para que esa crítica no sea posible? ¿Cómo hacer literatura cuando la realidad misma se ha vuelto una forma delirante de la ficción? A esas preguntas atroces parece responder en cada página la escritura de Ana Blandiana, quien sufrió primero la censura, luego la persecución de la Securitate y por último la prohibición de sus libros. Ceaucescu les arrebató a los rumanos no solo la libertad y la literatura, también les arrebató la realidad, la suspendió por decreto y sin fecha para su restauración. Frente a esa suspensión de la realidad se levantan estos cuentos que acuden a la fantasía para explicar ese desquiciado teatro cotidiano.


La degeneración de Rumanía en los años que precedieron a la caída del dictador fue una historia demasiado propensa a la ficción, a los eufemismos convertidos en verdades intocables y a la desintegración del lenguaje. Las bocas se llenaron de lugares comunes, de fórmulas aceptadas, de adjetivos convenientes y de argumentos repetidos hasta el vómito. La realidad fue sustituida por una pesadilla que no podía ser descrita. Los cuentos incluidos en Las cuatro estaciones de Ana Blandiana buscan encontrar en la literatura fantástica una forma de restaurar lo perdido: hay que completar los huecos, inventar una cordura nueva, cavar bajo la fábula, el miedo y las leyes para encontrar esa realidad, cuyo nombre no se puede pronunciar. También el cuento fantástico quiso ser una forma de esquivar a la censura. En el primer empeño tuvo éxito, pero lo segundo resultó imposible.

Uno de los textos de este volumen es “Queridos espantapájaros”, a la vez un cuento fantástico en forma de diatriba contra la dictadura y una collar de aforismos que han sido estratégicamente colocados en el relato, de tal forma que no es difícil, al extraerlos, dibujar el pensamiento de Blandiana. La protagonista necesita llegar al campo, entrever la primavera, oler la tierra, volver a ese lugar donde la vida quiere tener sentido, porque la ciudad se le presenta como un estercolero, vigilada por muros inmensos, por bloques de edificios que impiden ver más allá, repleta de colmenas y cárceles y silencios. Cuando llega a un cementerio ve por primera vez algo de hierba, y en ella aparecen diminutas cabezas de niños y adultos vivos, cabezas perfectas y desiguales. Cuando dialoga con estas cabezas descubre que ahora no existe la familia, que no nacemos de los padres, sino de la tierra. Este diálogo no es más que la sátira de un precepto ideológico: la madre es la patria, y de ella y para ella se nace. La protagonista sigue buscando el campo y cree llegar al límite de la ciudad, pero allí le espera un ejército de espantapájaros que impide cualquier avance. Son solo imitaciones de hombres, nos dice, simulacros, anuncios del terror.

Hablaba antes de la colección de aforismos que nos deja este cuento. Inclino por aquí cuatro ejemplos de esa filosofía portátil:


    El vínculo más fuerte es la imposibilidad de entendernos.

   Lo fantástico no se opone a lo real, es solo su representación más completa.

    Cualquier variación es un signo de esperanza cuando la monotonía es un dogma, aunque esa variación sea un entierro.

    Podéis espantarlo todo, pero ¿quién espantará a los pájaros que aún vuelan en mi mente?

Es obligado recordar ahora que la voz de Blandiana nos llega así, nítida y entera, gracias a la traducción de Viorica Patea y Fernando Sánchez Miret.


El otro cuento en el que quiero detenerme es “Recuerdos de infancia”, a la vez un homenaje a la literatura y el retrato de un sistema que convierte la ironía en crimen, el pensamiento en anomalía y la lectura en perversión. La posesión de ciertos libros era delito bajo el gobierno de Ceacescu, por eso el padre de la protagonista se ve obligado a quemar los suyos. Ella recordará muchos años después esa escena, porque el padre de alguna forma ardía también en cada hoja, se deshacía de sí mismo al quemarlas, como quien debe olvidar cuanto aprendió y renegar de cuanto ama. La narradora está tumbada boca arriba en un huerto de membrillos, y es el olor el que le devuelve a su infancia y más tarde a esa escena en la que su padre quema lentamente los libros en la estufa. El huerto está junto a un almacén donde se pudren miles de volúmenes proscritos, de voces que alguien quiso amordazar, de ideas puestas en cuarentena. Es otra vez el antiguo desfile de los enmascarados, la demencia disfrazada con el uniforme de la verdad, la constante irrealidad de lo real.

  Foto: Ady Sarbus