A los que arden




Cuídate de tus sueños, parece decirnos Wittgenstein en uno de sus aforismos, porque están abarrotados de bisutería y falsos paraísos. Son sueños que deberían quedarse detenidos en su bruma original, incumplidos y dudosos.

Si el filósofo es quien cura en su pensamiento las patologías que acumulamos los demás, como afirma el austríaco, la filosofía sería una medicina del pensamiento, acaso una vacuna contra los lugares comunes, las verdades adocenadas y los dogmas de saldo. No es complejo entender que un cuento de Bábel o un poema de Walcott aspiran a lo mismo. Pero no es cierto. La filosofía y la literatura no curan nada. No hay en ellas una vacuna, no hay alivio. No busques un remedio en sus páginas, tampoco una respuesta. En el mejor de los casos la filosofía y la literatura queman. Destruyen aquello que no merecía perdurar. Arden en la noche, en la playa, frente al silencio de tantos. Proponen un olvido. Corroen y doblegan. Atraviesan la sombra de nuestro pensamiento.

Goliarda Sapienza




Descubro a la escritora italiana Goliarda Sapienza, que desde el nombre tiene algo legendario, a la vez medieval e inalcanzable. En este caso es también una escritora real. En una entrevista con Enzo Biagi afirmaba que ella quería entrar en la cárcel, que siempre lo deseó, que un escritor no debe tener remilgos. Antes había probado con el manicomio. Un día le robó las joyas a una amiga, las vendió y pagó con el dinero los retrasos de su alquiler. Solo le faltó presentarse ella misma en la comisaría y confesar. 
 
Me gusta imaginarla entrando en la cárcel convencida y sonriente. Años después, injustamente libre, murió olvidada y sin editor para su gran novela. Sobre su experiencia en la cárcel escribió L’università di Rebibbia, un libro que retrata a los presos como iguales, que nunca se coloca por encima de la violencia o de la crueldad, que se siente parte de los desheredados, de quienes han acabado allí porque nadie les enseñó a vivir de otra forma. Los motivos de Sapienza para entrar en la cárcel parecen equivocados, las páginas que escribió sobre ella no lo son.


Bosques, etc., de Alice Oswald



La poesía se nos presenta a menudo como un relato que inventa el lenguaje, como la consecuencia de los desplazamientos de las palabras, de sus combinaciones y tensiones. El tema dominante en los poemas de Oswald es la naturaleza, pero con un tratamiento que evita la símbología clásica y romántica y nos propone una refundación, una nueva mitología. Vemos entonces a los ancianos que siguen creciendo en el poema como gramíneas, exhaustos y perplejos, sin otra explicación que una respuesta antigua e insuficiente, la misma limosna que nosotros tendremos mañana; vemos al búho, que ha construido la noche y el bosque, y dentro de esa construcción le ha concedido a la poeta la visión de sí misma, como si uno pudiera estar fuera de su conciencia, como si el pensamiento nos permitiera alejarnos lo suficiente de nosotros mismos, huir hasta convertirnos en extraños; vemos una semilla alada y escuchamos su voz, y sabemos que su destino es también una autobiografía sentimental; y descubrimos al diente de león, expuesto al viento, desprotegido, nacido para deshacerse, “como si un hombre de madera caminara a través del fuego”.


El retrato es otra de sus virtudes. En uno de ellos nos cuenta la historia de una mujer que vivió su vida hacia atrás, de la tumba a la morgue, de la morgue al hospital, de allí a una vejez que poco a poco se va desarrugando, y así.

La estética de Alice Oswald está cifrada en “Himno a Iris”, cuyos dos últimos versos anuncian:

Y que despierte yo a menudo en el puente roto de una palabra,
como despierta en el viento el rastro de una telaraña. Sin ataduras.

Otra de las aspiraciones de este libro es detener un instante en una página, solo eso, y parece poco, aunque pronto descubrimos que el trabajo resulta inmenso, quizá infinito: no hay instante, por leve que sea, que no implique una asombrosa multitud de sucesos y pensamientos. En ese instante pueden estar la maravilla y el miedo, el ruido de un cortacésped que atraviesa la calle, el rumor almohadillado y lejano de una autopista, la densa soledad que cruza en forma de vecino cabizbajo, el proyecto aquel que nunca se cerró, la vida que pudo ser y que ya nunca será, como la sombra de un niño que no está, que no puede estar, pero que sigue jugando ahí, en el asfalto, a la vez remoto, invisible y presente en el espacio vacío. En un solo instante sucede todo, y si quieres detenerlo y lanzar su cápsula hacia el futuro, puedes aprender a deletrear sus contornos en estas páginas.



Las cuatro estaciones, de Ana Blandiana




¿Cómo mostrar una realidad que no permite ser mostrada? ¿Cómo criticar a un Estado que emplea todo su poder para que esa crítica no sea posible? ¿Cómo hacer literatura cuando la realidad misma se ha vuelto una forma delirante de la ficción? A esas preguntas atroces parece responder en cada página la escritura de Ana Blandiana, quien sufrió primero la censura, luego la persecución de la Securitate y por último la prohibición de sus libros. Ceaucescu les arrebató a los rumanos no solo la libertad y la literatura, también les arrebató la realidad, la suspendió por decreto y sin fecha para su restauración. Frente a esa suspensión de la realidad se levantan estos cuentos que acuden a la fantasía para explicar ese desquiciado teatro cotidiano.


La degeneración de Rumanía en los años que precedieron a la caída del dictador fue una historia demasiado propensa a la ficción, a los eufemismos convertidos en verdades intocables y a la desintegración del lenguaje. Las bocas se llenaron de lugares comunes, de fórmulas aceptadas, de adjetivos convenientes y de argumentos repetidos hasta el vómito. La realidad fue sustituida por una pesadilla que no podía ser descrita. Los cuentos incluidos en Las cuatro estaciones de Ana Blandiana buscan encontrar en la literatura fantástica una forma de restaurar lo perdido: hay que completar los huecos, inventar una cordura nueva, cavar bajo la fábula, el miedo y las leyes para encontrar esa realidad, cuyo nombre no se puede pronunciar. También el cuento fantástico quiso ser una forma de esquivar a la censura. En el primer empeño tuvo éxito, pero lo segundo resultó imposible.

Uno de los textos de este volumen es “Queridos espantapájaros”, a la vez un cuento fantástico en forma de diatriba contra la dictadura y una collar de aforismos que han sido estratégicamente colocados en el relato, de tal forma que no es difícil, al extraerlos, dibujar el pensamiento de Blandiana. La protagonista necesita llegar al campo, entrever la primavera, oler la tierra, volver a ese lugar donde la vida quiere tener sentido, porque la ciudad se le presenta como un estercolero, vigilada por muros inmensos, por bloques de edificios que impiden ver más allá, repleta de colmenas y cárceles y silencios. Cuando llega a un cementerio ve por primera vez algo de hierba, y en ella aparecen diminutas cabezas de niños y adultos vivos, cabezas perfectas y desiguales. Cuando dialoga con estas cabezas descubre que ahora no existe la familia, que no nacemos de los padres, sino de la tierra. Este diálogo no es más que la sátira de un precepto ideológico: la madre es la patria, y de ella y para ella se nace. La protagonista sigue buscando el campo y cree llegar al límite de la ciudad, pero allí le espera un ejército de espantapájaros que impide cualquier avance. Son solo imitaciones de hombres, nos dice, simulacros, anuncios del terror.

Hablaba antes de la colección de aforismos que nos deja este cuento. Inclino por aquí cuatro ejemplos de esa filosofía portátil:


    El vínculo más fuerte es la imposibilidad de entendernos.

   Lo fantástico no se opone a lo real, es solo su representación más completa.

    Cualquier variación es un signo de esperanza cuando la monotonía es un dogma, aunque esa variación sea un entierro.

    Podéis espantarlo todo, pero ¿quién espantará a los pájaros que aún vuelan en mi mente?

Es obligado recordar ahora que la voz de Blandiana nos llega así, nítida y entera, gracias a la traducción de Viorica Patea y Fernando Sánchez Miret.


El otro cuento en el que quiero detenerme es “Recuerdos de infancia”, a la vez un homenaje a la literatura y el retrato de un sistema que convierte la ironía en crimen, el pensamiento en anomalía y la lectura en perversión. La posesión de ciertos libros era delito bajo el gobierno de Ceacescu, por eso el padre de la protagonista se ve obligado a quemar los suyos. Ella recordará muchos años después esa escena, porque el padre de alguna forma ardía también en cada hoja, se deshacía de sí mismo al quemarlas, como quien debe olvidar cuanto aprendió y renegar de cuanto ama. La narradora está tumbada boca arriba en un huerto de membrillos, y es el olor el que le devuelve a su infancia y más tarde a esa escena en la que su padre quema lentamente los libros en la estufa. El huerto está junto a un almacén donde se pudren miles de volúmenes proscritos, de voces que alguien quiso amordazar, de ideas puestas en cuarentena. Es otra vez el antiguo desfile de los enmascarados, la demencia disfrazada con el uniforme de la verdad, la constante irrealidad de lo real.

  Foto: Ady Sarbus

El animal incomprensible




  Contempla el tamaño asombroso de nuestras mentiras íntimas, que no son objetos decorativos, sino la casa misma que habitamos, los pasillos de nuestro pensamiento, la falsa orografía de la memoria, la cama en la que descansan nuestras convicciones de humo. No sabemos hablar sin ficción, porque sin ella nos disolveríamos como un gas en el aire, dispersos en una deflagración de dudas, como bacterias que crecen y se multiplican sin otro destino que una sonriente caída. Somos niños envejecidos que se traman en el insomnio de la madrugada, ridículos esclavos de su propia fábula, encerrados en una celda que nosotros mismos hemos tramado. La ficción acomoda nuestras certezas, nos cose a la existencia, a su médula vacía, nos retiene en esa trampa antigua que un día, hace ya muchos años, inventamos. 
 
Necesitas mentirte para seguir en pie, aunque sea en un frágil equilibrio de animal moribundo, como quien avanza aturdido y quizá ebrio, cada día más incomprensible para sí mismo, más perro, más lagarto, más gusano.




Tierra de nadie



Onetti solo avanza cuando se acerca a las debilidades humanas, y por ahí viene su inclinación hacia los interiores, esos ámbitos clausurados donde puede describir la mueca o el rechazo, la gota de sudor que explora una cara hinchada, el estremecimiento que precede a una pregunta, esa incoherencia que se riza en las palabras o la ceniza de las ideas cuando inunda una estancia y no deja respirar. La suya es una prosa curva, filosa, propensa a la poesía, pero también capaz de moldearse y ser la voz de sus personajes, capaz de mancharse con su habla.

Todo sucede en los refugios de la intimidad, entre las torceduras del pensamiento y las gelatinas del afecto, y por eso sabemos que hay un narrador moroso que quiere entregarnos una bandada de retratos que, como él, como todos, viven en tierra de nadie y se dirigen hacia la niebla.


No hay piedad en la obra de Onetti, no puede haberla. Sus frustraciones y engaños son los nuestros, y el escritor no quiere perdonarse, no quiere que su literatura sirva como lenitivo. Por eso los retratos y las escenas declinan hacia la aridez, aunque bajo esa superficie parece sobrevivir la conciencia de sus autoengaños, la seguridad de que cada paso será insolvente o inútil.

El verbo que elige Onetti es duro, tenso, inesperado, y entra en la oración como un cuchillo en la carne. Sabe que el verbo es la munición de cada frase, y por eso decide que arda la mano, que la voz raspe, que arañe esa sonrisa falsa, que se enrosque como un feto en su cobardía. El verbo debe ser movimiento y no abstracción: la cara se pone en el espejo; manotea, hunde, afloja; ese bulto que renguea por la habitación, aquel otro que lanza media sonrisa mientras retrocede, aquella que parece resbalar en la silla.

Los ámbitos cerrados son los que prefiere Onetti, porque el cuerpo es el único universo posible de su escritura: no hay otro paisaje que el ser humano. El resto son excusas, tiempos muertos, desidias del escritor. Eso debía pensar Onetti. En un ser humano, en su cuerpo, en la gesticulación y las palabras, estaba todo cuanto necesitaba para construir una página. Las manos que avanzan o temen, los párpados que hablan, el cuello que gira, los pies que se cruzan o aceleran, la inclinación de un cuerpo, las calles de una sonrisa: un instinto asombroso le guía como escritor en esa jungla de lo mínimo.



Fin de partida





El egoísta sabe reconocer su estupidez entre la multitud.


La matanza, esa sección del balance contable.


Al banquero no le bastan los clientes, necesita rehenes.


Dice que Beckett es absurdo, que sus personajes deliran, que su prosa enferma. No quiere que le hable de Fin de partida. Prefiere hablar solo. Luego llama a Clov. Nadie acude. Mira dentro de los cubos de basura. No ve a sus padres dentro. Una pena, piensa. Escribe mensajes. Se toma una foto y la publica. Sonríe. Pronto tendrá una teoría que defender. Es verdad, amigo, Beckett es absurdo: nadie nos retrató con tanta precisión.


No le ayudéis. Ya se hunde solo.


La calle está llena de cadáveres ocupadísimos. Los niños que fuimos nos observan aterrorizados desde algún lugar del pasado.


Vive en promoción perpetua de su obra. Otro escritor de raza.


Me busco sin éxito en los rostros ajenos, pero han pasado tantos años que temo no haberme reconocido.