Cuaderno de preso, 3





Diecisiete pasos. Solo eso. Diecisiete pasos cortos puedo dar por mi casa sin tener que darme la vuelta. Es un gran viaje en verdad, una dilatada expedición. Solo es necesario hacerse pequeño, volverse un ser diminuto y un poco insecto. Lo estoy consiguiendo sin esfuerzo. Cualquier bombilla es ahora un mediodía.
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Para sobrevivir al confinamiento hay que engañarse con alegría, sin pudor, a bocajarro. Engañarse hasta el final y sin temor. Para sobrevivir a esto hay que negar la realidad, evitar la información y lanzarse de cabeza a la piscina de los ensueños y los espejismos. En el desayuno hay que sentirse otro, olvidarse de uno mismo, abandonarse a la ficción. En el almuerzo no hay solo que sentirse otro, hay que serlo. Lo importante es que cuando llegue la cena nadie sepa quién eres.

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La debilidad de una sociedad es como el cuerpo moribundo que atrae a los carroñeros. Es lo que hoy sucede con países como el nuestro, tan debilitado. Los peores, me temo, no vienen de fuera, sino que están aquí, entre nosotros, esperando la caída.

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No escribo para demostrar nada, sino para reírme de mi desorientación.

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Además de lavarse las manos hay que lavarse la conciencia. La norma es que no quede nada ahí dentro. Cualquier antiguo error, cualquier vergüenza o remordimiento deben ser exterminados. Hay que dejar la conciencia como recién nacida.
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Tipos que atraviesan una calle, cabizbajos, apresurados y culpables, con una bolsa en la mano. Cualquier pusilánime tiene estos días el aspecto de un criminal.

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Después de seis semanas de confinamiento los mundos interiores se están llenando de desconocidos.



Cuaderno de preso, 2






A los perpetuos felices, tan alegres ahora con este encierro, les sugiero que no salgan nunca más, que no vuelvan a la calle, que no cometan el error de la intemperie. Les propongo que crezcan hacia dentro y se queden en su cápsula. Cada uno tiene derecho a elegir su propio ataúd.

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Hay algo aún más peligroso que la esperanza estos días: creerse invulnerable.


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Nunca antes pude escuchar a los pájaros desde mi casa como esta tarde, con esa claridad desnuda. Por la noche me esperaba un silencio antiguo e interminable y una brisa que olía a monte, aquí, en mitad del suburbio.

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Bolsonaro habla sin descanso de Dios, quizá porque será el único que mañana lo perdone.


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El diario La Repubblica informa que en África se están repitiendo escenas de racismo contra los blancos, a los que señalan como introductores del virus en sus países. Hace semanas eran los asiáticos en España los que sufrían ese racismo. Luego fueron los españoles en algunos países de América los apestados. El pánico es un fabuloso acelerador de la estupidez humana.
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Uno de mis vecinos sube a su pequeña azotea y da vueltas y vueltas como un preso en su patio. Nunca alza la vista, nunca se distrae. Lleva una sudadera con capucha y de vez en cuando hace como un boxeador que pelea contra un rival fantasma. Ahora un directo de derecha, luego un gancho inesperado, después una rápida combinación. Pronto comprende que su fantasma está intacto a pesar de los golpes. Las grandes peleas están repletas de rivales imaginarios.

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La rutina del preso tiene algo a la vez patológico y medicinal. Más allá de ella uno se abandona a sí mismo, se retuerce en su propio hueco como un reptil. Quisiera huir, pero no hay escapatoria. Desconocerse no es suficiente. Hay que elegir una falsa esperanza adictiva, un engaño sofisticado, una mendicidad, y luego dejarse llevar.



Cuaderno de preso





A finales del año pasado preparé una clase sobre el Diario del año de la peste de Daniel Defoe. A todos nos divertía que en pleno siglo XVII la única protección posible fuera la huida o el aislamiento, como en el Medievo. Los londinenses quemaban las ropas y a veces las casas para ahuyentar a la enfermedad, mientras se multiplicaban los falsos remedios y se encerraba a los infectados. Unos meses después de aquella clase somos nosotros el objeto de esa carcajada que regresa desde el pasado. Bienvenidos al siglo XXI.

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La vida social se ha vuelto hacia internet. Quizá pronto lo virtual sea más real que lo real. Algo sólido y protector. Algo natural. Quizá con los años eso que ahora llamamos vida social serán comportamientos detestables, recursos innobles y sucios, propios de gente sin cabeza.

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Solo los milenaristas están reconfortados con esta pandemia: ellos ya lo sabían. En sus mentes se acerca el paraíso sin remedio. Un virus es perfecto para sus ideales, porque es a la vez invisible y omnipresente. Llevaban décadas advirtiéndonos que el fin del mundo se acercaba. Se equivocaron de fecha en varias ocasiones, prometiendo apocalipsis que no llegaron, pero es comprensible, porque la exactitud nunca fue una de sus virtudes. Cada siglo tiene su humor, quizá al nuestro le haya tocado, como al siglo XII de Gioacchino da Fiore, renovar la pamplina profética.

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El confinamiento ha exterminado el futuro y dilatado el presente. Necesitamos la mentalidad del preso: concentrarse en lo diminuto, no pensar más allá de este día, no hacer planes. El futuro se ha convertido en una trampa del pensamiento.


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Hay una pequeña diferencia entre leer una gran distopía y vivirla: la segunda está muy mal narrada.

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Hoy he soñado con museos vacíos, teatros abandonados, cafeterías en ruinas, campus de universidades solo habitadas por el viento y el mosquerío, parques donde solo pasean los mirlos y las cucarachas, ciudades enteras recorridas por el silencio. No he podido despertar.



 Imagen: H. F. Davis