Me divierte cuando se le iluminan los ojos al repetir el sermón, ese tirabuzón del sofisma, ese caramelo que lanza al aire con tanta alegría.
Sabe que no lo comeré.
Tiene algo de predicador su monserga.
Hoy me entrega el dogma, que rechazo.
Al fin ve claro que no le sigo. Tristea primero, luego enfurece.
Ahora mira a su alrededor enervado, buscando testigo para mi vicio. No lo encuentra y se revuelve en el banco. Su fe no le da para un insulto fresco, y me concede una pobreza de espíritu, una mezquindad de sienes. Se las agradezco.
¿Existirá ahora para él –me explica su mirada– un insecto más diminuto que yo, una ignorancia más recalcitrante, una escoria mayor?
Ser tan pequeño, tan insignificante y equivocado, me permite algunas alegrías, entre ellas la imposibilidad de ser aplastado por gigantes.