Lo primero que sorprende de la obra de Tomás de Aquino es su capacidad para santificar el pensamiento de Aristóteles. De tal forma y con tal éxito lo hizo Aquino, que el autor de la Ética a Nicómaco se convirtió durante siglos en una especie de Padre de la Iglesia sotto voce. Me gusta pensar que esa es la razón por la que Aquino terminó siendo canonizado. Una razón que tiene algo de milagro de la persuasión, pues conseguir que un pagano, un idólatra, un hijo de la razón, fuera visto por millones de fervorosos católicos como un líder espiritual, como un sabio, y no como un hereje, no puede ser otra cosa que un milagro de la retórica.
Desde un punto de vista histórico resulta muy extraña esa santificación de Aristóteles.
La Iglesia, nadie lo ignora, fue platónica, y cuando dejó de serlo, fue neoplatónica. Agustín de Hipona y Pseudo Dionisio convirtieron la doctrina de Plotino en las firmes convicciones de una fe revelada. En el siglo IX el heterodoxo irlandés Juan Escoto escribió Sobre la división de la Naturaleza, un libro de clara raíz neoplatónica que se empeñaba en negar muchas de las teorías aristotélicas. Juan Escoto fue el pensador más original de su siglo, pero su libro resultó estar lleno de herejías, de panteísmos y de filosofía. A nadie debe extrañar que en el año 1225 el papa Honorio III condenara su libro y ordenara la quema de sus ejemplares. Pero lo que importa para nuestro caso, es que incluso un hereje como Juan Escoto era inevitablemente neoplatónico, al igual que todos los ortodoxos de su tiempo.
Tomás de Aquino cambia eso con sus habilidades de prestidigitador.
El único precedente sólido que tenía Aquino, no en sus intenciones pero sí en su fervor aristotélico, era un cordobés llamado Abū l-Walīd Muhammad ibn Ahmad ibn Muhammad ibn Rushd, más conocido entre los cristianos como Averroes. Un precedente poco recomendable para un dominico del siglo XIII.
En la imagen está Averroes algo compungido, pensando por qué Tomás de Aquino, que utilizó muchas de sus conclusiones, no fue capaz de reconocerle ninguna. Y así lleva unos siglos el hombre.
Una de las bases del tomismo es la demostración de la existencia de Dios tomando de Aristóteles el argumento del motor inmóvil. En Aristóteles ese argumento desemboca en la existencia de numerosos dioses, alrededor de cincuenta, pero a Tomás de Aquino sólo le interesa uno.
Aquino sitúa a Dios fuera del tiempo, como un ser invariable, como motor inmóvil (es decir “un ser necesario, y en tanto que necesario, es el bien, y por consiguiente un principio”, según la Metafísica de Aristóteles, XII, 7), un ser conocedor de todo, incluso de lo trivial, de la vida de cada hormiga y de los pensamientos de cada ser humano, conocedor del bien y del mal, un ser que es a la vez la Voluntad y el Fin.
Como agnóstico uno tiene poco que matizar ante esa construcción imaginaria y llena de perfecciones con que Aquino adorna a Dios. Me interesan más las proposiciones que cambiaron los hábitos y la historia de la Iglesia, y por tanto de millones de personas.
Entre todas me sorprende una.
Es conocido que en buena parte de la Edad Media, a medida que aumentaba el poder de la Iglesia, el clero se fue corrompiendo hasta alcanzar un grado que permitió a Boccaccio escribir sátiras protagonizadas por monjes, abades y clérigos, sin caer nunca en la exageración. Uno de los problemas de ser un ministro de Dios y a la vez vivir en pecado mortal, era que todos los actos consagrados por estos ministros podían ser anulados. Eso significaba que en el siglo XII, por ejemplo, los matrimonios y los bautizos realizados por un sacerdote impío dejaban de tener efecto, y los casados se veían un día solteros y los bautizados viviendo con el peso del pecado original. Esto era un problema para la Iglesia. Pero el sabio Tomás de Aquino lo solucionó separando el acto del hombre, y estableciendo que los sacramentos son dignos aunque el ministro sea indigno. A la Iglesia le encantó la idea.
Tomás de Aquino es el gran simulador de la filosofía. Nadie rebate su escrupuloso conocimiento de Aristóteles, su erudición, su agudeza verbal y la sinceridad de su fe, lo que no podemos aceptar es su simulación del método de investigación filosófico. Para todo filósofo, desde Sócrates hasta hoy, la conclusión de su investigación es desconocida, y por naturaleza ignora esa conclusión. Aquino simula ese método, pero nunca lo ejerce. Expone el argumento que va a rebatir, luego lo rebate con maestría, pero siempre concluye apoyando una visión ortodoxa. Todos sabemos que la conclusión estaba aceptada de antemano.
Si Aquino hubiera seguido sus reflexiones sin la pretensión de coincidir con unas creencias establecidas, su talento hoy nos sería más útil, también su valor.
En su momento fue la personificación del teólogo innovador. Desde hace siglos es el representante de la Verdad.
Desde un punto de vista histórico resulta muy extraña esa santificación de Aristóteles.
La Iglesia, nadie lo ignora, fue platónica, y cuando dejó de serlo, fue neoplatónica. Agustín de Hipona y Pseudo Dionisio convirtieron la doctrina de Plotino en las firmes convicciones de una fe revelada. En el siglo IX el heterodoxo irlandés Juan Escoto escribió Sobre la división de la Naturaleza, un libro de clara raíz neoplatónica que se empeñaba en negar muchas de las teorías aristotélicas. Juan Escoto fue el pensador más original de su siglo, pero su libro resultó estar lleno de herejías, de panteísmos y de filosofía. A nadie debe extrañar que en el año 1225 el papa Honorio III condenara su libro y ordenara la quema de sus ejemplares. Pero lo que importa para nuestro caso, es que incluso un hereje como Juan Escoto era inevitablemente neoplatónico, al igual que todos los ortodoxos de su tiempo.
Tomás de Aquino cambia eso con sus habilidades de prestidigitador.
El único precedente sólido que tenía Aquino, no en sus intenciones pero sí en su fervor aristotélico, era un cordobés llamado Abū l-Walīd Muhammad ibn Ahmad ibn Muhammad ibn Rushd, más conocido entre los cristianos como Averroes. Un precedente poco recomendable para un dominico del siglo XIII.
En la imagen está Averroes algo compungido, pensando por qué Tomás de Aquino, que utilizó muchas de sus conclusiones, no fue capaz de reconocerle ninguna. Y así lleva unos siglos el hombre.
Una de las bases del tomismo es la demostración de la existencia de Dios tomando de Aristóteles el argumento del motor inmóvil. En Aristóteles ese argumento desemboca en la existencia de numerosos dioses, alrededor de cincuenta, pero a Tomás de Aquino sólo le interesa uno.
Aquino sitúa a Dios fuera del tiempo, como un ser invariable, como motor inmóvil (es decir “un ser necesario, y en tanto que necesario, es el bien, y por consiguiente un principio”, según la Metafísica de Aristóteles, XII, 7), un ser conocedor de todo, incluso de lo trivial, de la vida de cada hormiga y de los pensamientos de cada ser humano, conocedor del bien y del mal, un ser que es a la vez la Voluntad y el Fin.
Como agnóstico uno tiene poco que matizar ante esa construcción imaginaria y llena de perfecciones con que Aquino adorna a Dios. Me interesan más las proposiciones que cambiaron los hábitos y la historia de la Iglesia, y por tanto de millones de personas.
Entre todas me sorprende una.
Es conocido que en buena parte de la Edad Media, a medida que aumentaba el poder de la Iglesia, el clero se fue corrompiendo hasta alcanzar un grado que permitió a Boccaccio escribir sátiras protagonizadas por monjes, abades y clérigos, sin caer nunca en la exageración. Uno de los problemas de ser un ministro de Dios y a la vez vivir en pecado mortal, era que todos los actos consagrados por estos ministros podían ser anulados. Eso significaba que en el siglo XII, por ejemplo, los matrimonios y los bautizos realizados por un sacerdote impío dejaban de tener efecto, y los casados se veían un día solteros y los bautizados viviendo con el peso del pecado original. Esto era un problema para la Iglesia. Pero el sabio Tomás de Aquino lo solucionó separando el acto del hombre, y estableciendo que los sacramentos son dignos aunque el ministro sea indigno. A la Iglesia le encantó la idea.
Tomás de Aquino es el gran simulador de la filosofía. Nadie rebate su escrupuloso conocimiento de Aristóteles, su erudición, su agudeza verbal y la sinceridad de su fe, lo que no podemos aceptar es su simulación del método de investigación filosófico. Para todo filósofo, desde Sócrates hasta hoy, la conclusión de su investigación es desconocida, y por naturaleza ignora esa conclusión. Aquino simula ese método, pero nunca lo ejerce. Expone el argumento que va a rebatir, luego lo rebate con maestría, pero siempre concluye apoyando una visión ortodoxa. Todos sabemos que la conclusión estaba aceptada de antemano.
Si Aquino hubiera seguido sus reflexiones sin la pretensión de coincidir con unas creencias establecidas, su talento hoy nos sería más útil, también su valor.
En su momento fue la personificación del teólogo innovador. Desde hace siglos es el representante de la Verdad.