Decir Porchia



Sostenía Antonio Porchia que sentimos demasiado, pero que comprendemos poco, y lo decía para contradecirse con alegría una vez más, seguro de que sólo en las contradicciones y las paradojas habita nuestra especie.

Saber es menos importante que comprender, y Porchia se pasó la vida luchando por comprender. Hasta que un día descubrió que uno apenas comprende, y luego escribió con un lápiz: “Quien dice la verdad, casi no dice nada.”

Para los enemigos del aforismo el texto debe explicarse a sí mismo, por eso odian o desprecian esas frases de aire rotundo que les obligan a pensar.

Y eso parece suplicarnos Porchia: piensa un poco a mi lado, siente por aquí, adéntrate conmigo para encontrarte a ti. Porque leyendo sus voces uno sólo puede encontrarse a sí mismo, y de todas las imágenes que puede revelarnos una lectura esa es la que más necesitamos.

Para ganarse la vida Porchia no tuvo un oficio, sino todos los oficios. En una entrevista declaró que el amor le había sucedido dos veces, también que era un lector escaso y desordenado. Quienes le conocieron aseguran que era un hombre ingenuo y sutil a la vez.

Hablaba mientras pensaba que no debía hablar.

La verdad es que Porchia era un poeta que no quería ser un poeta. Quizá porque quien es algo no necesita serlo, lo es contra sí mismo y sin porqué.

En la esquina

.
.

Habitan las esquinas del barrio, el umbral de los bares, las mugrientas escaleras del pabellón, cualquier lugar es bueno para ellos si hace sol y no hay nada que hacer, y si es de noche se cobijan en lugares donde la luz de las farolas agoniza. Desde los catorce o quince años vegetan allí como animales del asfalto, fumando en silencio, y a veces su gramática de humo se riza en el aire mientras sonríen. No parecen tener padres, aunque todos sabemos que los tienen. Es mejor no preguntar por ellos.

Empiezan pronto a ocupar los portales de los edificios y los bares de su calle, pero como son gente fiel y de hábitos ciegos, si vuelves veinte años después al mismo lugar, los que no están en la cárcel, siguen en las mismas esquinas, en idénticos callejones, como viejos reyes desdentados de una nación de sombras.

No esperan nada de la vida, sólo los juegos del trapicheo y de la broma. Sonríen cuando se juntan en un rincón del parque, y parece que son felices. Pero en general son gente amarga, gente que huye sin descanso, y que ha elegido para su fuga el camino más fácil: no moverse del sitio, no hacer nada, sólo matar el tiempo.

Ahora, es la moda, han sumado a sus abandonos el placer de la violencia. De todas las violencias. Insultar, por ejemplo, les motiva, les hace creer que son mucho más de lo que son. Durante unos segundos se sienten unos valientes, quizá porque saben que su escasa biografía no es más que una acumulación de íntimas cobardías. Insultan porque ya no les queda otro placer. También aman las peleas, la fuerza sin habilidad, que es el poder de los que no tienen ningún poder. Tienen su propia jerarquía, hecha de detenciones, de noches en el calabozo, de pequeños robos, de insultos a la policía. Todo eso suma, y les entrega galones invisibles que ellos exhiben entre su gente.

Algunos cambian de vida con los años, quizá se enamoran, y terminan en un trabajo que nunca desearon, acarreando cajas, levantando bloques o sirviendo gasolina. Pero son una excepción, no menos amarga que la regla. Casi todos siguen esperando en el portal del edificio, en la esquina del parque, en ese bar que nunca cierra, siguen esperando y se vuelven ancianos, y el tiempo aún no se acaba. Una mala tarde unos jóvenes se acercan a uno y le llaman viejo, y quieren robarle la cartera, esos jóvenes que son como era él hace cincuenta años, pero en la cartera no hay dinero, ni fotos, ni tarjetas, sólo un documento nacional de identidad que no dice nada.

Stasiuk. La noche. Ladridos.



Stasiuk me lleva hasta una Europa que ignoro, un territorio a la vez descomunal y mugriento: con él atravieso carreteras que van hacia los Cárpatos, hacia pueblos remotos de Polonia, Hungría o Eslovaquia, hacia los establos, los tanques oxidados y las naciones del olvido, hacia la niebla de Tyrawa, hacia valles que ocultan otra época y bares donde los gitanos beben aguardiente de ciruela. La vida va con él, tentadora y embarrada, con su mezcla de porquería y maravilla.

Viajo con Andrzej Stasiuk, con su libro
De camino a Babadag.

Pero me detengo y levanto los ojos del libro: aún estoy aquí, no he conseguido escapar. Voy a la terraza, apoyo las manos en el murete, y ahí está otra vez, como siempre estuvo, esperándome, el mismo barrio achatado con sus farolas de luz amarillenta como altos y encorvados vigilantes. El calor corta la carne blanda de la noche con su navaja invisible. Más allá del barrio veo la autopista, con su perpetuo vaivén de luces blancas y rojas. Es un espectáculo mudo para mí, que estoy demasiado lejos para escuchar su estruendo. Luego viene el océano, sus barrotes invisibles, su oscura nana. Y en mitad del océano, entre las sombras, un diminuto punto de luz marca la posición de un buque mercante, en rumbo quizá hacia los mares del sur.


Sin embargo mis barcos y mis aviones están aquí, a mi alrededor, todos encuadernados y en posición. Sólo ellos me soportan y me entienden. Sólo ellos siguen siendo fieles a mi locura.


No merezco este paisaje porque no sé amarlo sin queja.


Sólo sé que estos perros que ladran en el barrio cada noche también ladran por nosotros. De alguna forma todos ladramos en silencio cada noche con ellos, y todos somos un perro encerrado en la azotea de una casa, y no existe nadie (tampoco los pájaros, los insectos o las personas) que pueda entendernos.