Un país llamado Eugenio Montejo



He insistido en la poesía de Eugenio Montejo tres veces en mi vida, pero solo hace unos pocos años se me concedió como la veo ahora: clara, musical, entera y compleja. Esta es una poesía que parece cantar a la manera de los antiguos poetas griegos, como quien acepta el oficio y su condena, con una fatalidad no exenta de pudor, una poesía que sabe que debemos celebrar las piedras y los rastrojos, que fuimos y seremos la hormiga y la estrella, el humo y el canto de la cigarra, pero también la ciudad que se multiplica en arrabales, las amputaciones del asfalto y los atajos de nuestro tiempo.

Montejo acepta su destino de poeta como quien se deja arrastrar por las revelaciones de la conciencia, aunque esas revelaciones parezcan negar cuanto habías creído hasta ese instante. El poeta propone en su obra un extenso autorretrato psicológico: dibuja la debilidad que nos explica, radiografía nuestras caídas, la droga del placer, el deseo que nos embauca y nos hunde, las culpas que llevamos a la espalda, las sombras de los ausentes que nos reclaman, la cartografía del sueño, no menos cierto que la niebla de lo real, las dudosas escaleras del miedo, las calles de la crítica o la ceniza del lenguaje, porque nada que nos importe debe ser omitido en el poema.

La poesía de Montejo frecuenta lo memorable porque sus tesis saben entenderse con el lenguaje, porque nunca hay disonancia entre las palabras y los viajes del pensamiento, porque la música de la escritura debe dominar cada página, servir a su vuelo.

Hay otra literatura, parece contarnos el poema “Escritura”, una literatura que propone la naturaleza, una literatura que podemos leer a plena luz, hecha con piedras, con bosques y barrancos, con la lenta erosión de las rocas, con el idioma del océano o el desierto. También en la ciudad se cumple esa literatura que no necesita palabras, que puedes leer cada día y sin descanso.

En otra página nos acercamos a un autorretrato de Rembrandt donde se muestran los estragos de la vida, y el poeta entiende que el oficio del pintor, como el suyo, es no engañar, no disfrazar lo real, no presentar queja. Nada importa la crudeza o el dolor, que nos queme los ojos reconocer esa decadencia que también es la nuestra, porque el arte no admite excusas.
 

Una persona es acaso todas las personas, cada uno es la humanidad. Esa tesis intuyo en una página titulada “El otro”. Para entender lo que somos nos bastan los libros ajenos, porque lo que hemos leído es también vida, porque estuvimos en países donde nunca pusimos un pie y conocemos culturas que jamás visitamos, porque hemos cambiado hastío por inocencia, dolor por compañía, y al final ese otro, imposible y real, se sentará en nuestra mesa y escribirá lo que somos.

En poemas como “Duración” o “Terredad” entramos en una de las tesis preferidas de Eugenio Montejo: la levedad de lo humano que se fusiona con la naturaleza. Es en una semejanza celebrada, porque el mundo y nosotros somos una misma cosa, porque no hay tristeza en la caída, porque la caída misma es también ascenso, porque nada se pierde y todo se renueva, y nosotros somos el árbol y el perro, la ceniza y la noche, porque ser o no ser es cumplir por igual con el ciclo del tiempo, con la maravilla que nos nace y nos devasta.

En “El esclavo” se quiere cifrar esa sensación que a veces tenemos los que escribimos de vivir en las palabras, de haberlo apostado todo en ese juego acaso inútil, de ser esclavos de una música y unos contornos que nos explican y nos encadenan. Las palabras nos expulsan del mundo, aunque nos acercamos a ellas para entender ese mundo, y en esa paradoja hemos de sobrevivir si queremos transformar la miseria de los días en un cuento o un poema.

 

A veces la escritura no va donde uno quiere, sino donde la experiencia o la realidad nos imponen, y eso sucede en “Caracas”, que es un poema escrito desde la desesperación de quien ya no puede encontrar su infancia por las calles de una ciudad donde fue niño. La estatura de los edificios no deja ver esa infancia, se perdió la casa y su calle es otra, el paisaje que veía está ahora oculto por torres, la ciudad misma se hunde en su estruendo de motores, y es como si la infancia se hubiera quedado enterrada en un patio, subterránea e ilegible.

Otro de los motivos que recorren la poesía de Montejo es la voz de los otros, la memoria de los ausentes, las sombras familiares que ahora se agolpan en su mirada, los nombres que tientan al olvido, las manos que crecen por sus manos, los zapatos que hacen camino en nosotros todavía, esa multitud que nos habita y a la que debemos concederle una página.

Esta poesía se me presenta ahora como un refugio, como un país al que volver sin descanso cuando la basura del mundo se vuelve asfixiante. No es que Montejo te ofrezca un engaño, una fuga o una fe, al contrario, te ofrece la música de una convicción amarga que surge de la tierra misma, de los árboles y las piedras, del silencio nocturno del océano, esa convicción donde tu sufrimiento o tu alegría son sueños leves y son nada, donde las minúsculas tragedias de lo humano se adormecen y solo aspiran a juntarse con las raíces y los gusanos, a reconocer el olvido que nos espera, a descubrir que mañana todos seremos la sombra de un pájaro.