Harmonielehre o el cuarto de atrás


Existe un cuarto de atrás, un trastero invisible, donde voy acumulando cada día todas las cosas que ya nunca seré. Sé que el cuarto está abarrotado de fantasmas, que vivir no es más que irse despidiendo de todo lo que uno fue, hasta que llegue el día en que seamos nosotros los que acabemos en ese cuarto de atrás, entre matihuelos y papeles inútiles, entre sombras que llevan a otras sombras y cuya secuencia no termina.

En ese trastero se acumulan todos los sueños que tuve y que no podré cumplir, y cuando los miro me sonríen burlones como un batallón de niños malvados que conocen todas mis debilidades.


Luis Feria sintió lo mismo y escribió:

Ay, ese niño que me mira fijo:
cómo me juzga por lo que no he sido.


En ese cuarto de atrás están todos los seres que no pude ser, lo que se escapó cuando menos lo esperaba, cada error cuya vergüenza me persigue, cada palabra a destiempo, cada vez que llegué tarde y no había remedio, ese libro que nunca escribiré, el idioma que no me fue otorgado aprender, el don que no me entregó el azar, las manos que no volverán a tocarme y los días que no pueden volver y cuya luz se deshace como el humo.

Pero no hay nada dramático en ese trastero. No es más que un cementerio de fantasmas, un tanatorio del alma.

En realidad hay una armonía oculta en el desorden de ese cuarto, una totalidad asombrosa encerrada en unos pocos metros cuadrados. Allí está todo lo que somos: cada sueño, cada imagen, cada deseo y cada rostro tienen allí su refutación, su negativo, su pérdida y su sombra.

Ese trastero no es lo que sobra, lo que se queda en el camino, lo que no tiene fuerzas, es todo lo que somos, allí acumulado mientras creemos avanzar.

Si hay algo digno en nosotros, algo que merece ser visitado, debe ser ese cuarto de atrás.


Si algún día te acercas a ese cuarto y te sientas allí para contemplar tu vida, si alguna vez te alcanza la tristeza, no hagas caso de ella y sigue el consejo que Alceo nos dejó en un poema, hace apenas unos 2.600 años, aproximadamente.

Bebamos ahora. ¿Para qué esperar
a la noche? Le queda un dedo al día.
Baja las copas grandes decoradas con dibujos
ya que el hijo de Sémele y de Zeus
les dio a los hombres el vino

para que olvidaran la tristeza.
Vierte dos medidas de agua hasta el borde de vino,
y que una copa empuje a la otra.

Aunque también puedes seguir el consejo, no menos antiguo y sabio, de Arquíloco, que decía:

Corazón, si te turban pesares
insoportables, ¡levanta!, resiste al enemigo
ofreciéndole el pecho de frente, y a sus trampas
oponte con firmeza. Si sales vencedor,
disimula, corazón, no te alegres,
y si sales derrotado no te envilezcas llorando.
No dejes que te importen demasiado
la dicha en los éxitos y la pena en el fracaso.


Nadie ignora que Kipling repitió en uno de sus poemas el remedio de Arquíloco.

La vida nos zarandea de un lado para otro, nos empuja al abismo o nos abandona en mitad del desierto. Sólo en el cuarto de atrás, donde todo acaba, donde nadie nos espera, donde no existe el deseo, allí, entre nuestros fantasmas, hay una historia, un espejo, una armonía que le entrega un sentido a toda esta locura.

Ese tipo improcedente

Imagen: Ben Benowski


Estaría bien marcharse, me decía, y miraba al cielo, aquel cielo nocturno e irreal, punteado de estrellas, y el océano a lo lejos le llamaba como un cuerpo desnudo, y sentía el abandono y quería perderse allí, en lo negro y líquido, en la espalda oscura del silencio, donde la luz no llega.

Luego se metía en el coche y conducía durante
horas, sin rumbo ni sentido, como un vagabundo encapsulado. A veces aparcaba en alguna calle mal iluminada, donde nadie pudiera verle, y allí se quedaba mirando a ningún sitio, contemplando el secreto desfigurado de la ciudad, su rostro enfermizo, las aceras vacías que se suceden y repiten como una pregunta angustiosa que nadie quiere responder, las farolas de luz amarillenta que dialogan cada noche con el asfalto en un idioma que nadie quiere traducir, los edificios que no dicen nada, que sólo hablarán cuando se desplomen, cuando esta ciudad no exista y la tierra vuelva a imponerse. Allí, dentro del coche, en silencio, miraba a ningún sitio y lo veía todo.

Tal vez en otro lugar sería posible la vida, me decía, pero aquí no.

No tenía mujer ni hijos, ni parecía tener familia alguna, y acaso yo era su único amigo.

De sus obsesiones hizo una religión y de su autodesprecio una metafísica. Yo le decía: “Estás embarcado en este juego, no aflojes ahora”. Pero él se volvía y miraba al suelo o a lo lejos.

Le fascinaban las fotografías de Billy Monk, el sudafricano que fotografió a los parroquianos del Catacombs Club de Ciudad del Cabo en los años sesenta. En esas fotos, disparadas en mitad de la noche, hay marineros de todo el mundo, prostitutas, travestis, ejecutivos disparatados o comerciantes perdidos, todos borrachos, todos a la deriva. En el ámbito opresivo de aquellas fotos se reconocía.

Imagen: Billy Monk

Decía Pessoa que hay una forma de convertir el sufrimiento en placer, y es extremando ese dolor, agrandando su sombra, para así sentir el exceso, el placer de lo que se derrama y supera su naturaleza. Pero él no conocía ese método, y todo se le quedaba dentro, como quien guarda en el armario de su habitación una bomba de relojería.

Un día me dijo: “Soy ese tipo improcedente al que nadie necesita saludar. Soy el que no tiene un elogio para ti, el que no sabe darte la mano adecuadamente, el que no sabe tratarte como te mereces. Soy el que no entiende, o el que entiende de otra forma, y debe callar lo que intuye para no ser tratado como un loco. Soy innecesario, como todos lo somos. La única diferencia es que yo no encuentro nada que distraiga mi atención. Estoy encerrado en ese lugar al que nadie quiere llegar.”

El espejismo


Partiendo de Gödel, cualquier sistema complejo que intente establecerse sobre axiomas está condenado a contener proposiciones en apariencia verdaderas, pero cuya falsedad o verdad no pueden ser verificadas dentro de ese sistema.

Ese sistema complejo puede ser, por ejemplo, las matemáticas.

Según Gödel es necesario introducir un nuevo axioma, externo al sistema, para confirmar o negar cada proposición. El problema es que cada vez que se introduce un nuevo axioma en el sistema se crean nuevas proposiciones cuya verdad o falsedad no pueden ser demostradas.

Es como si intentáramos saber lo que hay detrás de una puerta cerrada sin abrirla. Utilizamos un aparato (el nuevo axioma) que nos permite resolver nuestra duda, pero ese aparato crea a su vez una nueva puerta. Desconocemos lo que hay detrás de esa nueva puerta, y el aparato no sirve, necesitamos otro.

Esto significa que las matemáticas son “incompletas” por naturaleza. Esa ilógica fundamental no impide que las matemáticas prosigan su camino. Para ello un matemático debe refugiarse en algo esencial, pero poco matemático, el sentido común.

Ese sentido común concede a las matemáticas la posibilidad de ser el fundamento de una parte de nuestra realidad, haciendo que los edificios no se derrumben, los aviones no se caigan y puedan existir procesadores de textos. Aquí la teoría debería colisionar con la práctica, pero la práctica ha decidido ignorar a la teoría.

Algo parecido ocurre con la literatura. No existe ningún fundamento para ella. No hay proposiciones que verificar, ya que como proposiciones carecen de lógica.

En ese sentido la literatura es la noche o el vacío. Sucede, y los lectores respondemos con felicidad o desagrado ante una página, pero no existe ningún método para demostrar nada.

Escribimos un elogio del silencio, una novela apaciguada o violenta, un libro que contiene infinitos libros, un poema sobre el cuerpo deseado o un ensayo sobre las paradojas, pero todo pertenece a un juego sin reglas, a una sucesión de experimentos que no pueden dar resultados objetivos, que para unos son medicina y para otros son veneno.

Me gustaría alcanzar un consuelo, un alivio, pero no existe.

Quizá lo mejor de la literatura es precisamente eso, que se trata de un espejismo. Mientras perdura esa imagen, mientras nos impulsa una sed, todo parece tener sentido.

Esta tarde, por ejemplo, puede ser literatura. Este sol leve que se posa en las aceras está llenando la ciudad de sílabas. Este silencio que sucede ahora y siempre, esos adolescentes en sus bicicletas, la ventana desde la que veo el colegio, este libro de Andrade que me acompaña sobre la mesa, todo es un espejismo y una fiebre. Sucede y no sucede al mismo tiempo.