Variación sobre un tema de Fabio Montes

Imagen: Saad Salem



El energúmeno que sólo desea quitarte la razón y el adulador que no pierde ocasión para dártela; el propietario de ese aparatoso puro que culmina una barriga lunar; la vecina que te impedía jugar en el portal de tu edificio y te llamaba hijo del demonio, criaturita de satanás; el aceitoso parroquiano que recorta y escupe las palabras acodado en la barra de un figón suburbial, aferrado a ese vaso de vino que es demasiado pequeño para sostenerlo; ese taxista que nunca detiene su monserga; la dependienta escuálida y arrugada que te perdona la vida cuando te atiende; el profesor que grita para que dejen de gritar sus alumnos; la joven que dice admirarte pero no te deja hablar; la madre que te aprovecha para su desahogo; esa corbata que sólo sabe dar órdenes; ese analfabeto con despacho que cada mañana cisca un discurso; el cuerpo que deseaste y que nunca alcanzarás, el mismo cuerpo que cada día pasa a tu lado, altivo e indiferente; el espantapájaros que reclama tu atención para venderte un seguro de vida; el maestro jubilado que sigue impartiendo lecciones ante un auditorio de sombras; el gazmoño universitario que se da pujos de radical y te presenta, sin pedírsela, a su buena amiga la Verdad Absoluta; ese conocido pelmazo que te taladra con sus grotescas aventuras; el conferenciante que embadurna su cacareo con un desfile de tecnicismos y una sintaxis tartamuda; el que te insulta con motivos y siempre te recuerda tu peor día; el que se burla a tus espaldas pero guarda una sonrisa para tu cara; la poeta que suplica lectores pero hierve ante cada crítica; el que está seguro de que son los otros los culpables de todos sus males; el que se felicita con tu fracaso; el que espera no volver a verte nunca más.

Esas personas son la representación de lo que no queremos ser. Son los otros. Pero es un engaño natural de nuestra mente, una mentira que nos contamos para sobrevivir.

Esas personas que tanto nos molestan somos nosotros. Desayunan tu pan, beben tu café, hacen tu trabajo, se acuestan contigo y aún no los conoces. Basta con que te acerques a un espejo para verlos. Todas, sin que falte ninguna, están en ti.


El primer día



Transformar algo muy pesado en algo ingrávido. Ese era el oficio de Robert Walser para el autor de El paseante solitario, el libro en forma de retrato que firma W. G. Sebald. La afirmación valdría para cualquier escritor que merezca ese nombre. También habla Sebald, para definir el estilo del escritor suizo, de una “simulación de torpeza con el mayor virtuosismo”.


Dejo el pequeño libro del alemán y me voy al parque. Está muy cerca de donde duermo. Cuando no sucede nada, excepto lo cotidiano e inevitable, es cuando más se disfruta este parque esquinado y acogedor.

Es un parque breve, y sus límites son siempre visibles, pero hoy no necesito más, me basta este escenario donde todo sucede aunque parezca que no sucede nada. En una de las esquinas suele demorarse un grupo de adolescentes: acampan allí todo el día, y allí fuman y trapichean hasta la noche. No suelen molestar a nadie. Tienen su territorio y carecen de aspiraciones. En la esquina contraria hay un café con terraza y muy cerca de la terraza hay un parque infantil. Por ese lado llega la vida al parque, que cada tarde es colonizado por un ruidoso enjambre de niños y de padres vigilantes. No hay tregua para el columpio, tampoco para el tobogán o para el enfermizo caballo cuyas extremidades han sido sustituidas por un resorte gigantesco. Otros niños prefieren revolcarse por el césped, hacerse los muertos, pelearse o dormitar.

Alguien llega y se sienta en uno de los bancos de madera. Se pone a leer a sorbos, interrumpido con agrado por la obra que se representa ante él. Las lecturas se examinan aquí: es como si los libros propusieran una teoría que este parque refuta o aprueba. Basta con levantar la vista del papel para ver cómo la otra literatura, la que escriben el sol y la sangre y las infinitas generaciones, pasa por aquí sin detenerse, como si este fuera el primer día de la creación.

Luego ese lector regresa a casa y escribe en un cuaderno ese tejer y destejer de los días y las noches. Escribe para convertir algo muy pesado en algo ingrávido.