La palabra es hija siempre de padres espurios o desconocidos. Es una de
las intuiciones de Walcott: ser hijo de Milton y de Shakespeare, de James y de
Auden, es convertirse en el hijo putativo de los amos de sus
antepasados esclavos, es como escribir con un látigo prestado en la mano.
Pesan las palabras como piedras, porque en su vientre transportan a la
historia.
Más ligera es la lengua del cuerpo, la gramática de la naturaleza. Ella
dicta y nosotros copiamos. Las correcciones son insuficientes y acaso inútiles.
Stasiuk, ferviente coleccionador de modernas ruinas, es el escritor de hoy más
fiel a esa gramática.
Cree entendernos mejor la razón, pero la cicatriz habla más claro. El
tacto inventa una sintaxis que la literatura solo puede intuir. El sol cabe en
una página, pero el otro sol hace del mundo su página.
El idioma del cuerpo pertenece y sucede, pero no inventa. Con las
palabras construimos la otra vida, la imposible, como quien fabrica ídolos con
un barro espeso y sucio, lleno de etiquetas, de latas oxidadas que abren su
boca en grito, huesos de animales y una especie de putrefacción que quisiera
ser vida, algo que busca estar en pie, salir del libro, caminar.