En Cuentos de Galitzia la naturaleza y el ser humano se confunden, forman un mismo barro denso, abren un surco común, se arrastran por un asfalto quebrado y se evaporan sin dejar huella.
Hay un lugar donde los desheredados y la naturaleza son los únicos protagonistas del baile. Ese lugar son los libros de Andrzej Stasiuk, y estos Cuentos de Galitzia (que nada tienen de cuentos sino de cuadros, óleos exactos de un mundo que agoniza) son la quinta entrega de su obra en nuestro país.
Entre esos libros que ya conocíamos estaban De camino a Babadag o El mundo detrás de Dukla, escritos con una prosa que descansaba la cabeza en el ensayo, el tronco en la poesía y las extremidades en el libro de viaje, una prosa que dirige siempre su microscopio hacia las cunetas de la realidad, que fotografía todas las formas del abandono y la caída, que huye de las capitales y se demora en el metrónomo congelado de las aldeas y las ciudades en disolución.
No habla Stasiuk de un lugar lejano, por muy escondido y deprimido que venga ese territorio, sino de lo más cercano y agobiante, de aquellos deseos que nos gobiernan y creemos gobernar, de la contradictoria miseria de nuestra existencia, de las mentiras que nosotros mismos fabricamos y consumimos, del fundido a negro que precede a la violencia, de la dignidad del desesperado, de las razones del adicto y el demente, de la naturaleza de la que surgimos y a la que pronto volveremos, revueltos en una tranquila putrefacción, para seguir en la voz de la araña que sobrevive al fuego, del cuervo que salta entre los escombros, del agua que corre bajo las hayas o del páramo que esconde nueva vida.
Cada uno de los seres que retrata Stasiuk son nadie y son Dios. No ignoro que esa afirmación sirve para cualquier ser humano.
Józek, uno de los personajes de este libro, se presenta en la iglesia y exige su parte del perdón universal. Józek no cree en Dios, pero sabe que tiene derecho a ese perdón, como tiene derecho a estar erguido, a respirar y a comer, como tiene derecho a tener unas botas para la nieve. Józek sabe que es el último tractorista del PGR, pero también sabe que el perdón es ciego, como la maldad y la justicia.
Este libro está cruzado por camiones que se hunden en el limo, fantasmas que arrastran leña entre las montañas; hombres que deambulan por un camino que es una cicatriz entre la nieve; mujeres que siempre se dirigen hacia el mismo lugar angosto, exento de oxígeno, donde fermenta el pasado y un pensamiento circular termina por derrumbarlas; habla de pueblos que dejan un leve rastro de blanco en la noche, venda en mitad de la nada, sangre coagulada; de bares donde enterrar la paga en aguardiente y escupir palabras recortadas de borracho por las que aletea un tumulto de sueños estrangulados, de sílabas que entrechocan y descienden hacia el vaso que espera.
Stasiuk es una especie de híbrido entre el pesimismo de Cioran y la prosa de Nabokov. Eso sirve de guía, pero no es suficiente para definirlo: esos dos pasillos no alcanzan a explicar su mirada, tan cargada de obsesiones e insistencias que toda página suya resulta inconfundible.
En los libros del polaco el mundo occidental llega en un goteo desesperado, entrevisto en escaparates que ofrecen coloridas baratijas, suntuosos plásticos y quimeras perfumadas, mostrando a sus protagonistas una ventana hacia una vida remota e improbable. Pero ese capitalismo occidental no le interesa nada al escritor polaco, que prefiere con razón esos lugares donde la vida se deshace para comenzar desde el principio, como si la historia fuera allí una pesadilla que será devorada por los insectos, junto con las hojas secas y los cadáveres.
El mundo de Stasiuk está en el presente, hundido hasta las rodillas en él, pero en su prosa ese presente se eleva hasta terminar volando. Entonces llega el momento en que no parece que hable de nuestra época, sino de cualquier tiempo y lugar.
No conozco otro esfuerzo más necesario que el de llegar a Stasiuk. Allí habita la mejor literatura, la que se sirve de todo para hacer poesía, la que propone una absolución y una crítica, la que nos enseña a desaparecer.
Cuentos de Galitzia, Andrzej Stasiuk (Acantilado, 2010)
Imagen primera: Alina Polanska