Al final del miedo, de Cecilia Eudave

 


Miles de agujeros han empezado a surgir por la ciudad, son bocas que vienen como del más allá, ojos de un mundo subterráneo, avisos de una plaga que este libro de cuentos registra y propaga. Al final del miedo, de Cecilia Eudave, es un volumen que se funda en un reguero de amenazas inexplicables, pero que termina por sondear una quiebra real, un abismo cotidiano, aquel que nos separa sin remedio de los otros, allí donde la soledad se multiplica y la comunicación es ceniza.

En el trabajo “Sereno olvido” la excusa es una caída por la escalera. La protagonista pierde el conocimiento en ese accidente y cree despertar al instante, pero en realidad han pasado varias horas desde el golpe. La herida es severa y un hilo de sangre se empeña en recorrer su frente. Pronto descubre que no reconoce los nombres que hay en su agenda, que los rostros de las fotografias que hay en el mueble del salón no le dicen nada. Recuerda la casa y los objetos, recuerda las calles y los infinitos detalles de la ciudad, pero ha sido liberada de cualquier memoria de otra persona. El mundo se ha poblado de extraños. Siquiera sabe si está casada o cuál será el improbable rostro de su marido. La mujer se marcha a un hotel, como si nada la retuviera en aquella casa. Al final el cuento da un giro hacia su esposo, un giro simbólico: también él sufrió un golpe y perdió la memoria de la gente, también él ha renacido en un mundo de extraños.

El cuento que da título al conjunto, “Al final del miedo” retoma el asunto de los agujeros que surgen por todas partes en la ciudad. Ese tema se ha ido cebando a lo largo del libro, algo que sirve de hilo conductor, de obsesión compartida. Hay puertas que se abren en algunos relatos y que solo se cierran en otros, y eso convierte al libro en una casa mágica.

La incomunicación es el motivo que gravita este libro. Los personajes que nos concede Cecilia Eudave se contradicen, persiguen algo que enseguida detestan, desconfían de sí mismos y del mundo, pero siempre están solos y no parece que haya remedio. Acaso las palabras solo sean un bálsamo, un engaño último, un trampantojo. Nadie escucha o nadie dice nada. Los otros siempre están demasiados lejos.

Lo fantástico convive con lo cotidiano en estos cuentos, pero su objetivo no es concedernos una realidad otra, sino atravesar la nuestra en busca de una perspectiva psicológica, como quien observa, bajo las palabras mil veces repetidas, el temblor y el desasosiego, las cifra del miedo.


Una antología de Paolo Febbraro


Si algo caracteriza la obra de Paolo Febbraro es la extrañeza de su apuesta dentro de la poesía contemporánea, la compleja originalidad de sus perspectivas, que nunca se recrean en la celebración o en el juego verbal, que se atarean en la redefinición del mundo, en la imaginación reflexiva, en una concepción elegíaca y dramática del pensamiento.

El otro elemento que explica la poesía de Febbraro es la despersonalización, como el uso del monólogo dramático, su virtuosismo para asumir dentro de su discurso la voz de los otros, pero no a la manera descriptiva de Edgar Lee Master, sino como una voz que termina por integrarse en la meditación del otro, aunque ese otro naciera hace un milenio y su memoria arrastre una deformación inevitable. Esa aspiración plural justifica la más nítida de sus apuestas, aquella que sostiene que la poesía puede ser una forma de conocimiento, como quería su maestro Lucrecio.

Paolo Febbraro nos habla de ese lugar apartado, en apariencia inaccesible, donde solo parece habitar la oscuridad o el error, y donde debe adentrarse la poesía, porque solo en el descubrimiento es posible esta escritura indagatoria: “la penna scrive dove quel buio conduce”, es decir, “la pluma escribe adonde esa oscuridad conduce”.

Febbraro nos empuja hacia la desposesión, porque tampoco el cuerpo te pertenece, tampoco tus pasos o tus patologías: no eres más que una propiedad del tiempo, efímero transeúnte de tu carne, huésped enfermizo de la sangre, turista desprevenido en la frágil geografía de unos huesos. 


Cualquier ámbito es suficiente para esta poesía, porque en su obsesión por desplazar los significados, por redefinir cada animal, teoría o prejuicio, Febbraro consigue llevarnos hasta un lugar inesperado. Una plaza le basta para escribir un poema invulnerable, que le concede a ese territorio una multitud de tiempos simultáneos. La plaza se vuelve anagrama de la locura, el sueño en el que confluye la historia, el lugar que ilumina la prosa de la calle y desborda la soledad.

Esta poesía surge a veces de un lugar conocido (una estatua, un personaje histórico, una filosofía, un rayo de luz entre el ramaje) pero enseguida lanza esa realidad hasta un espacio nuevo: le concede una lectura insospechada, un cambio de perspectiva, una teoría que la desintegra. La poesía funciona así como una traición constante a la norma, a la retórica previsible, al óxido del idioma, como una llama que va quemando la costumbre de las palabras repetidas, como un discurso que desconfía de todos los discursos.

La naturaleza reflexiva de estos poemas no es menos evidente que su capacidad para transformar cualquier realidad en una imagen suficiente del mundo. Es así como nos llega la voz de la piedra, que se convierte en la voz de los milenios, en un cuerpo que trepa por millones cuerpos. El Tíber es la vena abierta de un mundo anciano al que puedes asistir desde la ventana de cualquier época. La gaviota trama en el aire la tensión de la caza. Es el reclamo obstinado de la ruina, la belleza de lo que pesa, el anuncio de lo que se derrumba. Es una frase de Simone Weil o la voz del hereje, que es también la voz del poeta, porque los siglos se confunden y cristalizan en una misma lejanía en estas páginas. Es el insomne que gravita cada noche la culpa, que responde a las preguntas de un fiscal invisible, es la herida de la conciencia que regresa sin descanso a la escena del crimen, al íntimo error del que no puedes deshacerte.

Nada de eso sería posible sin las meticulosas versiones al castellano de Juan Pérez Andrés, incluidas en esta antología, El bien material, que recorre toda la poesía ortónima de Febbraro.