Cinco poemas de Salvatore Toma

 


Salvatore Toma nació en Maglie (en la región de Puglia) en 1951 y se suicidó en 1987. Entre sus poemarios están Poesie (1970), Ad esempio una vacanza (1972), Un anno in sospeso (1979), Ancora un anno (1981), con introducción de Donato Valli, y Forse ci siamo (1983). Los cinco poemas que traduzco aquí están extraídos de la antología Canzoniere della morte (Einaudi, 1999).



La lechuza caza

en la calma de las noches

pero esta tarde donde la paz

es limitada

por el granizo y el temporal

en cualquier vieja ruina

estará con el estómago vacío

el cuello oculto entre las alas

los ojos dulces

como lámparas de petróleo.

Saciada mañana

dominará el silencio

con las pestañas que se cierran despacio

como el reloj de la torre.


* * *



Viento ligero que hablas

con la voz de las hojas

que abres los brotes

y los haces temblar

en la primavera.

Viento que secas

los panes, blancos

como rostros de niños,

y a veces con dulzura

el sudor de la frente,

haz que mi muerte

venga suave, serena

como tu respiración.



            * * *



Yo espero que un día

encuentres el final de los halcones,

hermosos altivos dominantes

la inmensidad más vasta,

pero siempre solos como mendigos.


* * *



El poeta sale con el sol y con la lluvia

como la lombriz en invierno

y la cigarra en verano

canta y su trabajo

que no es poco está todo aquí.

En invierno como la lombriz

sale desnudo de la tierra

se retuerce al reflejo de un espejismo

enseña la fábula más antigua.



* * *



El poeta es un científico

con los pies en la tierra,

sobre la luna ha estado

desde que nació.

El poeta es un hombre

un poco muerto

que conoce cosas horrendas

y nadie sabe cómo,

por esto se ríe de vosotros

de todos vosotros.




Para llegar a Marianne Moore

 Cada poema es una cifra de todos los poemas, y por mínimo que parezca su universo, por concreto y escorado que nos llegue, el poema no quiere reconocer sus límites. Los panteístas observan lo real como un solo organismo múltiple, como acaso lo observó Plotino, como lo intuyó Giordano Bruno. Para los panteístas cada piedra y cada fuente es Dios, también el tilo y los vencejos y las hormigas, también el lagarto y el ser humano. Para el poeta panteísta todo lo real es por igual materia de esa página que no acaba y que detiene el tiempo. Su forma de concederle a un cartel publicitario, a una silla sin cuerpo o a la voz del viento la posibilidad de habitar el poema es su manera de sacralizar la vida, de entender que todo lo real puede ser poesía.

Marianne Moore fue una laboriosa perseguidora de ese poema impersonal y complejo que quiere reflejar el asombro ante el mundo, ese poema donde el yo nunca se exhibe. Sus composiciones tienen algo de verso meticulosamente moldeado hacia el ritmo de la prosa, de largas oraciones repletas de meandros digresivos, de esquinas donde habita por igual la naturaleza y la historia, donde el pelaje de un animal sirve para hablar de un pintor o para descartar una filosofía. Su poesía prefiere la originalidad al refinamiento, la naturalidad expresiva a la oscuridad, el relámpago sarcástico a la idealización, la écfrasis a la teoría.

Moore no deseaba una obra que pareciera acabada, una especie de Apolo de Belvedere esculpido en honor de un clasicismo que podía admirar, pero que le resultaba ajeno. En eso Moore fue inevitablemente hija de su época, como sus compañeros de generación, como T. S. Eliot, Ezra Pound, Wallace Stevens o William Carlos Williams, atareados en convertir su literatura en un desvío en el camino.

 

Cierta adoración escolar por los animales cruza su poesía, con algo de bestiario y de alegoría, con páginas recorridas por serpientes, elefantes, petreles, cisnes, basiliscos y pulpos, y no solo para celebrar la existencia o para entretenerse en la filigrana descriptiva donde se sabe maestra, también recurre al pavo real para retratar a Molière (ese que fue víctima y azote de su época), y no deja animal al que compararnos, tantos cerdos y cucarachas y gusanos nos explican e igualan.

Sabe entender esta poesía a la vasija de barro, su antigua profesión de humildad, su forma de crecer ante la sed; sabe contemplar a la majestuosa ave de rapiña, que ningún corral hace parecer absurda; reconoce en una página que el esnobismo no es más que una forma de servilismo que se camufla en los salones donde solo burbujea una inteligencia decadente; retrata a Nueva York con la distancia socarrona de una fundadora que volviera para reconocer que aún seguimos negociando con pieles y con el ingenio barato de las corrupciones; sondea el matrimonio, esa empresa que no admite cambios de opiniones, que convierte en contrato lo que fuera deseo, que nos pide que nos hagamos añicos como un vaso lanzado contra la pared; observa a los negros, “esa raza selecta con una elegancia que nuestra ignorancia ignora”; entiende que toda la belleza del arte puede estar detenida en una botella egipcia de vidrio soplado en forma de pez, memorable como un viaje en el tiempo a través de la fragilidad acuosa de un sueño; define su poética como un diálogo donde el pasado es presente, porque si el verso evita la rima, como sucede en la Biblia, y le damos una oportunidad al asombro, “yo volveré a ti”, nos dice, segura de que el futuro será caprichoso, pero también que existe una oportunidad para su voz; fotografía al pangolín, esa fábula viviente, animal humorístico, porque el humor nos ahorra tiempo y nos educa; en otra página exige a los poetas un poco menos de ruido y de vanidad, que también la trompa del elefante escribe, que no todos son diamantes, que a veces está bien el color esmeralda de la hierba.

El viaje que nos promete este libro es complejo y cristalino a la vez, como la naturaleza que hace de gran tutora en sus poemas, y que muy pocos como Moore han sabido traducir al limitado lenguaje de los seres humanos, a la sustancia dudosa del poema. Si hemos de volver, si mañana seremos leídos, la voz de Marianne Moore regresará con nosotros, con su espejo irónico y su esplendor descriptivo que a la vez nos sonríe e interroga.


A veces la caída

 




La desesperanza conlleva su propio castigo, mientras que la esperanza es imperdonable.

*

Toda escritura es una degeneración de ciertos modelos a su vez degenerados, pero en su degeneración natural la escritura puede reinventarse, puede ser otra, alberga la posibilidad de una metamorfosis, de la misma forma que a veces la caída semeja un vuelo.

*

Un conocido me habla en un café de su deseo de volver a escribir, de retomar su antiguo proyecto de novela, y le animo y prometo que leeré sus textos sin falta, y aunque sé bien que un escritor no es quien se propone serlo, sino quien no puede dejar de serlo, no se lo digo. Solo guardo silencio y sonrío. En sus ojos veo que no está enfermo: solo sueña. Cree que escribir es algo que hacemos a veces, por épocas, como quien cambia de abrigo o de psicólogo. Me temo que escribir es aprender a caer, es algo que haces por pura demencia, por adicción, cuando te desprecian los otros y tú mismo, con la alegría propia del que no sabe hacer nada más que eso, con toda esa vergüenza temblando en las manos.

*

El odio al diferente no es más que una forma de la comodidad. Nos decimos a nosotros mismos que somos únicos y originales, y con esa falsificación nos inventamos un rostro ilusorio. Qué confortable es la mentira, qué cálida. En verdad somos fotocopias, y quizá por eso nada nos repugna tanto como un semejante.

*

Conozco a un hombre a quien le encanta trepar por el árbol genealógico de su familia hasta descubrir que tiene motivos para estar orgulloso de sus antepasados: en su estirpe, como en todas, abunda la infamia. Siempre hace el mismo descubrimiento y con la misma felicidad. Le agrada convencerse de que la maldad es un rasgo de la inteligencia. Su alegría es como el prólogo del terror.

 

 Imagen: Baud Postma


De la angustia al lenguaje, de Maurice Blanchot

 


Los ensayos de Blanchot tienen el aspecto circular y fabuloso de una apología de la paradoja. En esa figura encuentra el pensador francés la voluntad de una escritura que quiere convertirse a la vez en símbolo de la razón y en la destrucción de esa misma razón. La literatura para Blanchot es un organismo que necesita moverse entre la vigilia y el sueño, entre la lógica y la conmoción, con una fuerza que nos permite fotografiar lo visible y entrever lo invisible, recorrer una calle llamada monotonía y las grutas más enrevesadas e insólitas del pensamiento.

Asegura Blanchot que nunca está solo quien escribe “estoy solo”, al contrario, ese falso solitario que escribe está acompañado por el libro mismo, por la tradición de la que forma parte, por ese lector hipotético y fantasmal al que acaba de mentir. El escritor es alguien que no tiene nada que decir, pero a la vez tiene la urgencia de decirlo. Uso el término decir como la expresión de un conocimiento científico y positivo, algo imposible para el escritor, porque la literatura habita la conjetura y la interrogación, crece y muere con ellas. Su naturaleza es la de una llama: la posibilidad de una quemadura, la duda sometida a una luz diferente. Defiende también Blanchot el misterio superior del silencio, la necesidad de acercarse a él con la dudosa materia de las palabras. Reconoce además que la lógica, a la que acudimos y necesitamos, es fuente de desdicha para el escritor, porque en ella no es posible la pregunta, no hay descubrimiento posible. Nadie duda en el ataúd de la lógica.

Intuye Blanchot que las máscaras que inventa el escritor no le sirven para saldar cuentas con la soledad. Las máscaras pueden mejorar la obra, justificarla incluso, pero no salvan a su creador. En otro de sus libros concluyó, no sin amargura, que los libros acaso nos vuelven legibles para todos, mientras nosotros nos volvemos indescifrables.

Ataca Blanchot a la escritura automática, que tantos seguidores tuvo en su país, aquella que renuncia al proyecto y a la destrucción del proyecto, renuncia a la inteligencia y se abandona a la suerte. Escribir no puede ser jugar a los dados del inconsciente: no podemos concedernos esa cárcel. Frente a esa escritura automática de naturaleza inconsciente, Blanchot entiende que la verdadera escritura automática es la cotidiana, aquella que habla sin cesar y sin pensar, allí donde el lenguaje es un puro enlace de vagones de palabras adocenadas.

Analiza Blanchot el diario de Kierkegaard, al que tanto le debe, el misticismo del Maestro Eckhart, a la vez medieval y moderno, las visiones insolentes y densas que nos dejó William Blake, pero también la obra de Proust, Rilke, Racine, Jean Paulhan o el pensamiento hindú. Hay mucho en estas páginas de feliz lector enfermizo, erizado de teorías y ensueños.

Sostiene Blanchot que nuestro oficio es el arte de la sugerencia y de la conjetura, que siempre hay una máscara detrás de cada máscara, que nunca llegamos a vernos, a descubrirnos, porque el rostro es también una invención. En Kierkegaard detecta un ejemplo en ese arte de la omisión. El pensador danés buscó una moral y un sentido último para su existencia de esa forma enfebrecida y angustiada que vemos en Temor y temblor, porque para él lo religioso fue una pasión y una tortura. Blanchot encuentra a su maestro en el diario del danés: un hombre que necesita del seudónimo para habitar lo inconmensurable, que es el único lugar donde podemos empezar a escribir; alguien que se sentía como un libro oscuro que solo Dios puede leer.

En el Maestro Eckhart descubre un misticismo que se plantea como una forma de razón cuyo fin último es la destrucción de la razón. En las visiones poéticas de William Blake intuye su obsesión por expresar una cosa y la contraria, y cómo esa enfermedad paradójica es también su gran virtud. La poesía de Blake surge como un árbol de imágenes que se metamorfosean ante el lector, que lo transforman porque lo amplían. En Proust reconoce una lucidez que quiere pervivir frente al sufrimiento cotidiano, una lucidez que se demora en la memoria, porque solo en ella se puede tramar una realidad nueva, mejorada, acaso imposible, pero sin duda superior a la vivida. Para Blanchot el autor de En busca del tiempo perdido es un inventor de sí mismo, un artista de la fuga. En su lectura de Rilke detecta un compromiso superior: el escritor que vive y muere en su escritura, alguien que no admite reposo o negligencia. Rilke sabe que el centro de la vida es intocable. La explicación es lo que vuelve inútil la aventura de existir.

Jean Paulhan creía que si existe algo sagrado sobre la tierra solo podemos alcanzarlo a través de la literatura. Esa actitud de exaltado sacerdote pagano nunca le abandonó, y solo gracias a ella pudo escribir un libro tan misterioso como Las flores de Tarbes o el Terror de las Letras. Allí se describe a los que huyen de los lugares comunes, escapan de la sumisión de las repeticiones y temen a las expresiones manoseadas, gente que necesita inventar un idioma nuevo para poder habitar el mundo. ¿Es entonces la lengua solo un medio, un intermediario o es un fin en sí? ¿La lengua solo traduce? Entramos aquí en un conflicto antiguo: si queremos atender solo a las palabras, seremos ininteligibles, si atendemos solo a la legibilidad, seremos una pura repetición de lugares comunes. Solo nos queda una vía intermedia, donde lo racional y lo irracional conviven, donde la comunicación y lo ilógico se entienden. La paradoja es inevitable y perpetua. Si uso con fortuna una palabra, si ese uso es revelador, esa palabra misma ha comenzado a morir, ha empezado a declinar. Su fortuna la está matando. Pronto nadie la elegirá. Mañana vendrán otros a sustituirla, y así sucesivamente. Toda página feliz es un futuro fósil.


 

Calle de sentido único, de Walter Benjamin

 


 

Frente a las arquitecturas armónicas y las líneas narrativas que desembocan en un final premeditado, frente a la idea oclusiva del tratado y de los centones moralizantes, Walter Benjamin quiso escribir un libro que no pareciera un libro, proponer una escritura que se alejara de la idea romántica del volumen memorable y de las pretensiones totalizantes del realismo decimonónico, huir de los mosaicos del naturalismo y de la literatura acomodaticia, tan dichosa en su paraíso positivista. Quería el alemán una emancipación de la escritura que residía en el fragmento, tan incómodo para muchos, en esa brevedad abierta, sugestiva, turbulenta, en el lanzallamas del aforismo, en la fotografía que nos concede una revelación, en el relámpago de cordura que no aspira a fundar un método, en la frase cortante cuya ironía nos salva de los filósofos legisladores. Este libro confía en el retrato cáustico, en las descripciones fulminantes que sospechan o queman teorías, en esa observación que se concentra en un solo gesto, en un solo aspecto de lo real, en un objeto en apariencia secundario, minúsculo, tal vez inaccesible, pero que la escritura transforma en símbolo.

Un pensamiento desengañado se esfuerza aquí por desentrañar la realidad, pero lo hace como quien toma la fotografía de una calle, un despacho, una fábrica o un escaparate, y con ella nos muestra aquello que la costumbre nos impide ver: las insólitas relaciones con la historia que posee el más leve de los gestos, el pulso de las esperanzas de la multitud, las excusas y las leyes del privilegio, los cauces del remordimiento o de la culpa, el deseo que se filtra por los muros, que hace nido en la piel, las ideas que nos empobrecen, la ancestral historia de nuestras renuncias y miedos.

Calle de sentido único, cuya primera edición es de 1928, es un libro de fragmentos que gravitan la estética, el materialismo histórico o la posibilidad de refundar el mito, pero también es una calle que se abre a la crítica de arte sin abandonar la política, también defiende una literatura que diseccione lo real desde la pura observación, con fotografías que se mueven entre la sátira y la poesía, entre el esbozo de un relato y el cuaderno de viaje. Esa multitud fragmentada está reunida bajo la camaleónica crítica del alemán, capaz de transmutarse y sobrevivir en todos los espacios, desde el apunte diarístico hasta el hachazo epistemológico, desde la prosa poética hasta el retrato satírico. Cada página nos deja una intuición o una tesis que no se agota, que se viene con nosotros. Si hay un pensador del siglo XX capaz de generar en sus lectores nuevas vías para la crítica, ese escritor debe ser Walter Benjamin.

Pocos desconocen que Adorno no sería posible sin Benjamin, que cuanto se rompe, inventa y reformula en Benjamin sirve para que Adorno renueve y construya, pero tampoco serían posibles sin este precedente los asombrosos apuntes de Canetti, que se empeñó tanto en esconder su influencia, quizá porque era la más evidente y poderosa.

Los fragmentos del libro producen una inquietud perdurable, un desasosiego que exige una lectura nueva, porque esta escritura surge de lo cotidiano y observable, pero se abre hacia la historia, las religiones, la literatura y la política, y no cede en su incendio. La diáfana traducción de Richard Gross contribuye con precisión a ese efecto.

 No pocas tesis de este libro me persiguen y me interrogan. Aquí está su repugnancia por las obras acabadas, las versiones definitivas y los tratados repulidos, esos ataúdes que solo sirven para honrar a la academia y a los cerebros más fúnebres. Examina a esas religiones que se recrean en la descripción de los mendigos porque no entienden que ellos impugnan el dogma y la posibilidad de un espíritu, y cómo solo la limosna les resulta vivificante, porque en ella depositan su sagrado perdón, que nunca fue solicitado. Nos ruega que no hagamos la paces con la pobreza, porque quienes nos avasallan deben al menos escuchar nuestra queja. Le dedica un feliz homenaje a Karl Kraus, lleno de ebriedad celebratoria y de impugnaciones, aunque el auténtico servicio se lo hace cuando escribe a su manera satírica, con una antorcha en la mano, esa página que dedica a la crítica literaria de su época. Apuesta Benjamin por la posibilidad de encontrar en los defectos del amado un refugio natural para el amor, y sabemos que esa tesis es también una estética, porque nada nos une tanto al estilo de un escritor como sus defectos, que son la expresión natural de su carácter. Describe, en unas páginas que se acercan de puntillas hasta la prosa poética, la experiencia del niño y su visión nueva, profética y lúdica ante los objetos, y cómo lo real en ellos es el centro de todo, porque en el niño no hay frontera entre realidad e imaginación, entre forma tangible y sueño, porque ven el árbol en su totalidad, como algo que es hoy y es siempre. Sostiene que la miseria y la estupidez nos convierten en prisioneros de fuerzas colectivas, y que los alemanes de su tiempo han perdido por completo la más europea de las virtudes, que fue la natural ironía con la que el individuo se aleja de esas corrientes que arrasan el pensamiento. Se ríe de los mamotretos y del arte de escribirlos, esos orondos volúmenes que se alimentan por igual con una erudición hueca, la repetición de tesis manoseadas de baratillo y la acumulación festiva de referencias bibliográficas. Nos recuerda que la degradación de la crítica es proporcional al triunfo de la publicidad, que los parques de atracciones son un prototipo de los sanatorios, que toda voluntad nace cuando encuentra una representación figurativa que la explique.

Arguye Benjamin que debemos proteger la memoria de los muertos, porque también esa memoria está amenazada por nuestros enemigos, porque la historia la escriben los que vencen, y su costumbre es convertir al otro en silencio, desierto y olvido. Escribimos desde las sombras, porque solo en las sombras puedes descubrir aquello que quiso ser enterrado y merecía una página y la luz del mediodía.



Existió una vez un niño

 


Existió una vez un niño que vivía en una isla que era a la vez el paraíso y ningún sitio, el fin del mundo y el principio del olvido, el centro de la nada y las afueras de la civilización. Ese niño no fue domesticado, no alcanzó sus objetivos, no creció en la dirección correcta. Tuvo amigos, hermanos y padres, tuvo profesores, guardianes y psiquiatras, pero nadie consiguió llamarlo, porque nunca tuvo un nombre. Ese niño aprendió a ser araña, gusano en el barro, silla abandonada en un basural, aprendió a conversar con las ratas, a morder como los perros salvajes, a dormir en las calles de una ciudad muerta. Existió una vez un niño que fue casi real, casi cierto, alguien no menor que la nada y no mayor que un silencio. En las peores calles sin salida, en los barrios que no empiezan ni acaban, a la sombra de los centinelas gigantes, aún puedes intuirlo, solitario y sucesivo, multitud y ninguno.

 

 

Foto: Lisa Bukreyeva 


El arte de no hacer nada

 


 

Cada verano rozo mi sueño de no hacer absolutamente nada. Nunca lo consigo, pero acercarse es suficiente. Nada me alegra tanto como las horas que perdí a conciencia, horas que dejé correr, que me aliviaron en su olvido, ligeras, medicinales. El arte de no hacer nada se ha vuelto complejo en un mundo donde toda persona está como obligada a ser productiva, a no ceder nunca a la inacción, a correr, trepar, vender. Nadie parece capaz de detenerse y contemplar una calle o un árbol. Hemos confundido la vida con la urgencia. Hemos dejado que la trampa del futuro nos ahogara el presente. Nos educaron para no ceder nunca, atosigados en la búsqueda, febriles y compulsivos. Siempre puedes hacer más y hacerlo más rápido, aseguran. No conocer, solo visitar. No saber, solo parecer que sabes. Por eso, aunque sean pocas, me alivian esas horas en las que aprendí a no hacer nada.

 

                                                Imagen: Andrea Modica