Este país crece en surrealismo a medida que lo descubro, y esto es algo que me desagrada pero no me sorprende, porque vengo de un país donde el surrealismo tiene sus legiones y su parroquia.
En Italia las calificaciones de una oposición a notaría pueden tardar años en publicarse, provocando una espiral absurda. El opositor puede madurar, reproducirse, languidecer y morir sin conocer la estremecedora nota, y esa ignorancia última debe ser considerada una piedad, pues hubiera sido perverso recibir el aprobado mientras agonizaba.
Otra posibilidad es que el opositor, desconociendo su éxito o su fracaso, se presente de nuevo a otra oposición similar. Esto permite que una sola persona pueda obtener dos o más plazas, abarcando no sólo un despacho, sino varios; si el opositor italiano insistiera, podría terminar invadiendo poco a poco varias oficinas hasta conquistar toda una consejería o ministerio. Parece imposible, pero nada es imposible en la tierra de Boccaccio. Aunque no se hayan publicado las calificaciones de las oposiciones pasadas, cada año se siguen realizando nuevas convocatorias.
Conseguir una plaza de funcionario tampoco te asegura nada por aquí. Uno puede celebrar ese aprobado con sus amigos en el Trastevere, puede mojarlo con unas copas de rosso o de prosecco, pero nunca perderá la certeza de que es un título honorario. Me explico. En octubre se manifestaron frente al Palazzo Montecitorio, sede de la Cámara de Diputados, un numeroso grupo de funcionarios de papel. Los llamo de papel no porque sean unos pusilánimes, sino porque han ganado su plaza y así lo señala un papel, pero llevan años esperando que se les adjudique alguna oficina, sotabanco, zaquizamí, archivo o socavón. Parece que en Italia hay unas cien mil personas hacinadas en esa sala de espera. Todos aprobados, expectantes, furiosos.
Más que un opositor obstinado, en este país uno debe semejar a Ulises y prepararse para todo. En el camino habrá lotófagos, cíclopes y lestrigones, habrá que aprender todas las formas de la paciencia y de la desesperación, habrá que visitar el Hades y consultar al ciego Tiresias.
Pero Ulises no debe conocer el desaliento. Con suerte o sin ella, con la ayuda de los dioses o contra ellos, nuestro héroe seguirá luchando. Una mañana, tras muchos exámenes, después de varios lustros de padecimientos, al fin llegará una carta que le concede, a regañadientes, su aprobado. La aventura está lejos de terminar. Quizá ese opositor, gran optimista, pida un préstamo a sus amigos y familiares para ir acomodándose a la descansada vida que le espera. Pero la plaza de funcionario, el mullido sillón, el ansiado sueldo, se retrasan y retrasan sin explicación.
Nuestro Ulises protesta, presenta reclamaciones y nuevas demandas, se manifiesta, se encadena a la columna de Marco Aurelio, se lanza en paracaídas sobre la Piazza del Campidoglio, hace huelga de hambre en el Panteón con otros veinte damnificados, todos conjurados bajo unas mantas. Al final, tras décadas de esfuerzos, consigue llamar la atención y le dan su plaza, su despacho, su silla y su renqueante ordenador.
Ha llegado a Ítaca. Como funcionario ejercerá su oficio con una esmerada indolencia y un espontáneo desinterés. Quizá se vengará en silencio de tantas humillaciones provocando otras, y distraerá papeles, quemará reclamaciones y abrazará todas las formas de la apatía. Tras dos años de fatigosas desidias, se verá condenado a jubilarse. Está obligado por su venerable edad.
Pronto tendrá tiempo para escribir su aventura, que bien pudiera ser una radiografía de este fabuloso país.