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Doy una charla en un instituto, la última del curso. No puede ser más desastrosa y demente. Los profesores dan libertad a los alumnos para que entren y salgan cuando quieran del salón de actos, también para que hablen y berreen durante la charla, y por supuesto ellos entran, salen, hablan y berrean continuamente, como si aquello fuera una cafetería o un burdel.
Está claro que esa mañana en el burdel sólo trabajaba yo, porque los profesores habían dimitido temporalmente de sus funciones, y habían decidido molestar tanto como sus alumnos.
Al final, debo reconocerlo, conseguí contentar a unos treinta y seis clientes, que para un inexperto como yo no es una marca despreciable. La evaluadora, porque estas cosas se evalúan con informes científicos, debió comprender esa mañana por qué la pedagogía es una ciencia espumosa e idealizante, y por qué cuando entra en combate con la realidad la pedagogía acaba siempre en la lona, con los brazos en cruz, grogui y con una ceja ensangrentada, mientras un árbitro calvo hace la cuenta de protección a gritos: siete, ocho, nueve…
Lo mejor de la charla fue el colofón. En realidad uno debía, por contrato, dar una hora de charla. Me pidieron los profesores que diera dos, porque los clientes son insaciables, siempre quieren más por el mismo precio. Como soy nuevo en la casa y no disfruto quejándome, di una charla de dos horas. Al final los estudiantes que permanecieron sentados, los treinta y seis que dije antes, decidieron aplaudirme cada vez que terminaba de leer un poema. Supongo que lo hacían por piedad, como quien le da unas monedas al violinista callejero que desafina.
Acabé mi trabajo y les entregué unos cuestionarios, cosas de la madame. La política de la casa. Cuando ya estaba vestido y recogiendo mis artilugios de tortura, una profesora muy sonriente se dirigió a los alumnos y dijo:
–En primer lugar queremos pedirle perdón a Bruno por esta accidentada charla, pero es que estos días finales del curso son un lío. Bueno, es todo muy complicado. Así que para compensarle por haber querido venir –como si yo pudiera elegir donde trabajo–, pues le vamos a hacer entrega… ¡de un regalo!
En ese instante me presentó delante de la cara una caja rectangular de madera de sapeli, abrió la tapa, y me mostró durante unos segundos su contenido: un Ribera del Duero, cosecha de 2006, acompañado de un sacacorchos, un tapón metálico en forma de cono y una boquilla a juego.
Los alumnos aplaudieron entre pitorreos y risas. La profesora cerró la tapa y escapó.
En ese momento comprendí las auténticas virtudes de nuestro sistema educativo, los pilares de nuestra pedagogía: una acumulación de desastres y dejaciones, una indiferencia magistral, casi alada, y al final, como premio, una botella de vino, cuya ebriedad lo compensa todo.
Somos así: proponemos un desastre, creamos una metodología con él y nos quejamos si los resultados no nos agradan, pero al final, para compensar, le damos un beso en la frente al alumno y una palmadita en la espalda al escritor, para que no se quejen.
Pero el escritor, ese hereje, ese desagradecido eterno, esa prostituta, a pesar de todo se queja. Porque los escritores, como las prostitutas, a veces no disfrutan, y aunque los maltrates, ellos no sonríen, y aunque les pagues bien y les regales una botella de vino, ellos no te lo agradecen.
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Doy una charla en un instituto, la última del curso. No puede ser más desastrosa y demente. Los profesores dan libertad a los alumnos para que entren y salgan cuando quieran del salón de actos, también para que hablen y berreen durante la charla, y por supuesto ellos entran, salen, hablan y berrean continuamente, como si aquello fuera una cafetería o un burdel.
Está claro que esa mañana en el burdel sólo trabajaba yo, porque los profesores habían dimitido temporalmente de sus funciones, y habían decidido molestar tanto como sus alumnos.
Al final, debo reconocerlo, conseguí contentar a unos treinta y seis clientes, que para un inexperto como yo no es una marca despreciable. La evaluadora, porque estas cosas se evalúan con informes científicos, debió comprender esa mañana por qué la pedagogía es una ciencia espumosa e idealizante, y por qué cuando entra en combate con la realidad la pedagogía acaba siempre en la lona, con los brazos en cruz, grogui y con una ceja ensangrentada, mientras un árbitro calvo hace la cuenta de protección a gritos: siete, ocho, nueve…
Lo mejor de la charla fue el colofón. En realidad uno debía, por contrato, dar una hora de charla. Me pidieron los profesores que diera dos, porque los clientes son insaciables, siempre quieren más por el mismo precio. Como soy nuevo en la casa y no disfruto quejándome, di una charla de dos horas. Al final los estudiantes que permanecieron sentados, los treinta y seis que dije antes, decidieron aplaudirme cada vez que terminaba de leer un poema. Supongo que lo hacían por piedad, como quien le da unas monedas al violinista callejero que desafina.
Acabé mi trabajo y les entregué unos cuestionarios, cosas de la madame. La política de la casa. Cuando ya estaba vestido y recogiendo mis artilugios de tortura, una profesora muy sonriente se dirigió a los alumnos y dijo:
–En primer lugar queremos pedirle perdón a Bruno por esta accidentada charla, pero es que estos días finales del curso son un lío. Bueno, es todo muy complicado. Así que para compensarle por haber querido venir –como si yo pudiera elegir donde trabajo–, pues le vamos a hacer entrega… ¡de un regalo!
En ese instante me presentó delante de la cara una caja rectangular de madera de sapeli, abrió la tapa, y me mostró durante unos segundos su contenido: un Ribera del Duero, cosecha de 2006, acompañado de un sacacorchos, un tapón metálico en forma de cono y una boquilla a juego.
Los alumnos aplaudieron entre pitorreos y risas. La profesora cerró la tapa y escapó.
En ese momento comprendí las auténticas virtudes de nuestro sistema educativo, los pilares de nuestra pedagogía: una acumulación de desastres y dejaciones, una indiferencia magistral, casi alada, y al final, como premio, una botella de vino, cuya ebriedad lo compensa todo.
Somos así: proponemos un desastre, creamos una metodología con él y nos quejamos si los resultados no nos agradan, pero al final, para compensar, le damos un beso en la frente al alumno y una palmadita en la espalda al escritor, para que no se quejen.
Pero el escritor, ese hereje, ese desagradecido eterno, esa prostituta, a pesar de todo se queja. Porque los escritores, como las prostitutas, a veces no disfrutan, y aunque los maltrates, ellos no sonríen, y aunque les pagues bien y les regales una botella de vino, ellos no te lo agradecen.