
Era un mitsubishi colt de 1980, marrón metalizado, y para mí, que tenía cuatro años, era una máquina espléndida llegada desde otro universo y conducida por ese astronauta, mi padre. Recuerdo el coche al mediodía, brillante y perfecto, como un león que descansa sobre el asfalto ardiente. Sus ojos me hablaban en un idioma secreto.
Pasaron los años y lo que era una máquina novedosa se volvió una cafetera renqueante y cómica. Tenía más de veinte años y era mi turno para conducirlo, y el cuarteado y oxidado mitsubishi colt de 1980 aún no se rendía. Cada día arrancaba con un carraspeo agónico, como si tuviera un cáncer de pulmón y se negara a aceptarlo.
A veces me dejaba tirado en mitad de una avenida de Santa Cruz, y sus semejantes, todos más jóvenes y más fuertes que él, montaban enseguida un coro de pitadas y de insultos a nuestro alrededor. Entonces me bajaba del coche y lo empujaba hasta el arcén. Luego le preguntaba sin palabras: “Vamos, hombre, ¿por qué me haces esto?” Él no respondía, pero sus faros empolvados me miraban con amargura.
Hubo una época en que no quiso arrancar, pero no me resigné. Lo lanzaba calle abajo y lo arrancaba en cambio, y cuando el motor volvía a latir los dos sonreíamos un instante y el viento en nuestras caras sonreía con nosotros.
Pero llegó su momento. Al principio mi padre y yo nos resistíamos a entregarlo al olvido. Preferíamos venderlo por piezas, regalarlo, cualquier cosa antes que la chatarra. Pero nadie lo quiso, como nadie nos querrá a nosotros cuando llegue la hora.
Una grúa lo llevó en silencio hasta la chatarra como si fuera un coche fúnebre.
Ese mitsubishi colt de 1980 es el símbolo de una parte de mi vida. Allí jugué con amigos que ya no tengo, allí soñé que sería ajedrecista, músico o que me moriría de hambre, hasta que un día me descubrí a mí mismo leyendo y ya no quise parar. Allí dormí solo y acompañado alguna noche.
En ese coche estuvo un día Fabio Montes. Era una tarde de invierno, lo acerqué a su casa y antes de bajarse me dijo sin venir a cuento, como abstraído: “El vaso sobre la mesa me habla. ¿A ti no te hablan los objetos? Será que estoy loco.”
En ese momento no le entendí. Ahora sí. No, no estabas loco Fabio, a mí también me hablan los objetos. Me hablan las copas sin vino, los cartones del mendigo, la asquerosa joya en la oronda muñeca de esa dama, los no zapatos de ese no niño de no sé qué país gobernado por el demonio, la basura que mordisquea una rata en mi calle. Todo me habla, Fabio, y no creo estar loco. Pero quizá estoy equivocado. Quizá no somos más que dos locos que arrastran por este suburbio una verdad demasiado pesada.
Pasaron los años y lo que era una máquina novedosa se volvió una cafetera renqueante y cómica. Tenía más de veinte años y era mi turno para conducirlo, y el cuarteado y oxidado mitsubishi colt de 1980 aún no se rendía. Cada día arrancaba con un carraspeo agónico, como si tuviera un cáncer de pulmón y se negara a aceptarlo.
A veces me dejaba tirado en mitad de una avenida de Santa Cruz, y sus semejantes, todos más jóvenes y más fuertes que él, montaban enseguida un coro de pitadas y de insultos a nuestro alrededor. Entonces me bajaba del coche y lo empujaba hasta el arcén. Luego le preguntaba sin palabras: “Vamos, hombre, ¿por qué me haces esto?” Él no respondía, pero sus faros empolvados me miraban con amargura.
Hubo una época en que no quiso arrancar, pero no me resigné. Lo lanzaba calle abajo y lo arrancaba en cambio, y cuando el motor volvía a latir los dos sonreíamos un instante y el viento en nuestras caras sonreía con nosotros.
Pero llegó su momento. Al principio mi padre y yo nos resistíamos a entregarlo al olvido. Preferíamos venderlo por piezas, regalarlo, cualquier cosa antes que la chatarra. Pero nadie lo quiso, como nadie nos querrá a nosotros cuando llegue la hora.
Una grúa lo llevó en silencio hasta la chatarra como si fuera un coche fúnebre.
Ese mitsubishi colt de 1980 es el símbolo de una parte de mi vida. Allí jugué con amigos que ya no tengo, allí soñé que sería ajedrecista, músico o que me moriría de hambre, hasta que un día me descubrí a mí mismo leyendo y ya no quise parar. Allí dormí solo y acompañado alguna noche.
En ese coche estuvo un día Fabio Montes. Era una tarde de invierno, lo acerqué a su casa y antes de bajarse me dijo sin venir a cuento, como abstraído: “El vaso sobre la mesa me habla. ¿A ti no te hablan los objetos? Será que estoy loco.”
En ese momento no le entendí. Ahora sí. No, no estabas loco Fabio, a mí también me hablan los objetos. Me hablan las copas sin vino, los cartones del mendigo, la asquerosa joya en la oronda muñeca de esa dama, los no zapatos de ese no niño de no sé qué país gobernado por el demonio, la basura que mordisquea una rata en mi calle. Todo me habla, Fabio, y no creo estar loco. Pero quizá estoy equivocado. Quizá no somos más que dos locos que arrastran por este suburbio una verdad demasiado pesada.