Si existe un poeta que atraviesa las estéticas del siglo XX, que une la cultura del Este con la del Oeste, que aprende por igual de Mandelstam y Auden, de Tsvetáyeva y Montale, de Tranströmer y Miłosz, ese poeta debe ser Joseph Brodsky. En su voz se funda esa tradición universal de la poesía contemporánea que recorre los paisajes y las culturas, que es a la vez de un lugar y de todos. Su virtuosismo poético es el fruto de un talento escogido, de una inagotable pasión lectora (pocos como él conocían la poesía de su tiempo), de una autoexigencia enfermiza y de un fervor permanente hacia el lenguaje.
Brodsky recordaba el día que abandonó la escuela en la antigua URSS, sin terminar aún la educación secundaria, como su primer día de libertad. En el exilio, muchos años después, ejercería como profesor y poeta, pero en su país natal, en aquel imperio grisáceo y estabulado, Brodsky tuvo otros oficios: fue obrero en una fábrica de armamento, auxiliar de farero, asistente en un laboratorio de cristalografía, fogonero, marinero, fresador, segundo de un geólogo, ayudante de forense. Fue acusado de parasitismo social, de corromper a la juventud con sus poemas, de ser todo aquello que el sistema no podía respetar. Fue detenido, condenado y acabó en un hospital psiquiátrico y en un gulag. Ajmátova, su gran protectora, defendió su causa. Al final acabó exiliándose en Inglaterra y luego en Estados Unidos. Esa peripecia vital, sin embargo, no explica la estatura de su poesía.
La primera vez que leí a Brodsky comprendí que estaba alcanzando una costa nueva, que ese ámbito donde se fundían el escepticismo y la oración, donde habitaban la ironía y el pensamiento, donde las imágenes se multiplicaban sin detener nunca el discurso, era a la vez algo muy antiguo y muy moderno. Lev Losev sintió algo similar la primera vez que escuchó a Brodsky recitar: “Era como si nos hubiera abierto una puerta a un espacio que no conocíamos y del que no habíamos oído hablar. No sabíamos que la poesía rusa, que la lengua rusa podía conquistar esos espacios”.
En los grandes poemas de Brodsky una premisa leve, en apariencia menor, genera una voz que lentamente y en crescendo termina por acercase al salmo, a la plegaria, empujada por la magnitud de la tesis original y por una fabulosa y acelerada secuencia de imágenes. Partimos de una tarde mexicana, del busto de Tiberio, de una terraza en Roma, de un recuerdo de infancia o del homenaje a un amigo, pero el poema se abre en el tiempo y en el espacio, se llena de ámbitos, sobrevuela la ciudad y el país, va de una época a otra, recorre una teoría, niega una certeza, se desliza hacia la intimidad, y es la voz de todos y de nadie. Quien acepta esa voz encuentra en ella la de un hermano en el sufrimiento, alguien que no viene para engañarte, que nunca te dirá lo que deseas escuchar, que te mostrará la belleza y el horror con la distancia de un viejo explorador.
Para explicar esa fascinación debo inclinar por aquí algunas de las imágenes e intuiciones que Brodsky nos ofrece y que aún me persiguen. Lo hago mientras celebro y recorro una antología, El explorador polar, con minuciosas traducciones de Ernesto Hernández Busto y Ezequiel Zaidenwerg.
En muchos de sus poemas los elementos de la naturaleza se personifican y actúan: el sol ladra en los aleros; la lluvia te habla en su idioma líquido, te convence para que huyas; el amanecer está cansado de su oficio y espera, como nosotros, un final; el mar se arruga y eriza como los rostros que envejecen, pero a él no se le concede, no tan pronto, la dignidad de una tumba.
En la “Elegía mayor a John Donne” todo duerme bajo la nieve. Duerme Londres, los pájaros, las colinas y el idioma duermen. Hemos aprendido, le dice al poeta ya muerto, a compartir la vida, ¿pero quién compartirá con nosotros la muerte?
Sus poemas son a veces largas oraciones, golosas en la subordinada, adeptas al inciso, al peso que otorga una aclaración, a la mezcla de lo coloquial y lo aforístico, seguras en el uso del término antipoético, que a veces es el único que nos permite entrar hoy en la poesía.
En México, en un mestizo infierno, reconoce los signos del mal, el mensaje de las balas: allí todos los cráneos tienen siempre tres ojos.
Uno de sus lemas más queridos es la inversión de un lugar común: la vida es larga, nos dice, agota, mutila, y como la naturaleza misma se diría exhausta. El tiempo nos estraga, pero aún queremos un día más, una prórroga absurda, una nueva tarde: otra eternidad que desperdiciar.
En uno de sus grandes poemas, “El busto de Tiberio”, nos muestra cómo la naturaleza se empeña en crear monstruos a su imagen. Luego, sin detener su reflexión, va identificándose con el culpable, con el tirano, porque todos somos, de alguna forma, aprendices de monstruo.
La verdad es que la verdad no existe, nos asegura, y que debemos soportar esa niebla perpetua, esa densa perplejidad, porque caminamos sin rumbo desde hace milenios, y aunque no todo da igual, aunque puedes escoger tu miserere y tu soga, tu ética y tu trinchera, solo nos quedará esta antigua solidaridad en el dolor, este silencio compartido.