De la angustia al lenguaje, de Maurice Blanchot

 


Los ensayos de Blanchot tienen el aspecto circular y fabuloso de una apología de la paradoja. En esa figura encuentra el pensador francés la voluntad de una escritura que quiere convertirse a la vez en símbolo de la razón y en la destrucción de esa misma razón. La literatura para Blanchot es un organismo que necesita moverse entre la vigilia y el sueño, entre la lógica y la conmoción, con una fuerza que nos permite fotografiar lo visible y entrever lo invisible, recorrer una calle llamada monotonía y las grutas más enrevesadas e insólitas del pensamiento.

Asegura Blanchot que nunca está solo quien escribe “estoy solo”, al contrario, ese falso solitario que escribe está acompañado por el libro mismo, por la tradición de la que forma parte, por ese lector hipotético y fantasmal al que acaba de mentir. El escritor es alguien que no tiene nada que decir, pero a la vez tiene la urgencia de decirlo. Uso el término decir como la expresión de un conocimiento científico y positivo, algo imposible para el escritor, porque la literatura habita la conjetura y la interrogación, crece y muere con ellas. Su naturaleza es la de una llama: la posibilidad de una quemadura, la duda sometida a una luz diferente. Defiende también Blanchot el misterio superior del silencio, la necesidad de acercarse a él con la dudosa materia de las palabras. Reconoce además que la lógica, a la que acudimos y necesitamos, es fuente de desdicha para el escritor, porque en ella no es posible la pregunta, no hay descubrimiento posible. Nadie duda en el ataúd de la lógica.

Intuye Blanchot que las máscaras que inventa el escritor no le sirven para saldar cuentas con la soledad. Las máscaras pueden mejorar la obra, justificarla incluso, pero no salvan a su creador. En otro de sus libros concluyó, no sin amargura, que los libros acaso nos vuelven legibles para todos, mientras nosotros nos volvemos indescifrables.

Ataca Blanchot a la escritura automática, que tantos seguidores tuvo en su país, aquella que renuncia al proyecto y a la destrucción del proyecto, renuncia a la inteligencia y se abandona a la suerte. Escribir no puede ser jugar a los dados del inconsciente: no podemos concedernos esa cárcel. Frente a esa escritura automática de naturaleza inconsciente, Blanchot entiende que la verdadera escritura automática es la cotidiana, aquella que habla sin cesar y sin pensar, allí donde el lenguaje es un puro enlace de vagones de palabras adocenadas.

Analiza Blanchot el diario de Kierkegaard, al que tanto le debe, el misticismo del Maestro Eckhart, a la vez medieval y moderno, las visiones insolentes y densas que nos dejó William Blake, pero también la obra de Proust, Rilke, Racine, Jean Paulhan o el pensamiento hindú. Hay mucho en estas páginas de feliz lector enfermizo, erizado de teorías y ensueños.

Sostiene Blanchot que nuestro oficio es el arte de la sugerencia y de la conjetura, que siempre hay una máscara detrás de cada máscara, que nunca llegamos a vernos, a descubrirnos, porque el rostro es también una invención. En Kierkegaard detecta un ejemplo en ese arte de la omisión. El pensador danés buscó una moral y un sentido último para su existencia de esa forma enfebrecida y angustiada que vemos en Temor y temblor, porque para él lo religioso fue una pasión y una tortura. Blanchot encuentra a su maestro en el diario del danés: un hombre que necesita del seudónimo para habitar lo inconmensurable, que es el único lugar donde podemos empezar a escribir; alguien que se sentía como un libro oscuro que solo Dios puede leer.

En el Maestro Eckhart descubre un misticismo que se plantea como una forma de razón cuyo fin último es la destrucción de la razón. En las visiones poéticas de William Blake intuye su obsesión por expresar una cosa y la contraria, y cómo esa enfermedad paradójica es también su gran virtud. La poesía de Blake surge como un árbol de imágenes que se metamorfosean ante el lector, que lo transforman porque lo amplían. En Proust reconoce una lucidez que quiere pervivir frente al sufrimiento cotidiano, una lucidez que se demora en la memoria, porque solo en ella se puede tramar una realidad nueva, mejorada, acaso imposible, pero sin duda superior a la vivida. Para Blanchot el autor de En busca del tiempo perdido es un inventor de sí mismo, un artista de la fuga. En su lectura de Rilke detecta un compromiso superior: el escritor que vive y muere en su escritura, alguien que no admite reposo o negligencia. Rilke sabe que el centro de la vida es intocable. La explicación es lo que vuelve inútil la aventura de existir.

Jean Paulhan creía que si existe algo sagrado sobre la tierra solo podemos alcanzarlo a través de la literatura. Esa actitud de exaltado sacerdote pagano nunca le abandonó, y solo gracias a ella pudo escribir un libro tan misterioso como Las flores de Tarbes o el Terror de las Letras. Allí se describe a los que huyen de los lugares comunes, escapan de la sumisión de las repeticiones y temen a las expresiones manoseadas, gente que necesita inventar un idioma nuevo para poder habitar el mundo. ¿Es entonces la lengua solo un medio, un intermediario o es un fin en sí? ¿La lengua solo traduce? Entramos aquí en un conflicto antiguo: si queremos atender solo a las palabras, seremos ininteligibles, si atendemos solo a la legibilidad, seremos una pura repetición de lugares comunes. Solo nos queda una vía intermedia, donde lo racional y lo irracional conviven, donde la comunicación y lo ilógico se entienden. La paradoja es inevitable y perpetua. Si uso con fortuna una palabra, si ese uso es revelador, esa palabra misma ha comenzado a morir, ha empezado a declinar. Su fortuna la está matando. Pronto nadie la elegirá. Mañana vendrán otros a sustituirla, y así sucesivamente. Toda página feliz es un futuro fósil.