A veces pienso en aquellos que aprendieron a deshacerse de una parte de sus vidas, aquellos que tiraron a la papelera cuanto se les ofrecía, porque existir es también renunciar. En algún momento entendieron lo que no eran, y luego cerraron la puerta.
Pienso en Porchia, alguien que hacía literatura sin literatura, que solo inclinaba unas pocas líneas para que sus amigos las usaran, como quien presta una manta cuando se acerca el frío. Aquí tienes, parece decirnos: si puedes abrígate con esto. Ahora ven aquí, mírate, míranos, y dime que no somos irrisorios.
Pienso en Salvatore Toma, alguien que parecía ajeno a cualquier necesidad que no llevase hacia las palabras, alguien que podía verse al otro lado, más allá de sí mismo, que entendía la vida como una pesadilla de la que esperaba escapar pronto. Alguien encadenado en Maglie, su pueblo salentino, absorto bajo una tierra ignorada, piedra entre las piedras, solo feliz ante el vuelo del milano o del tordo, solo vivo cuando no era él, dispuesto cada noche a no encontrar el alba.
Pienso en la mujer que fue Emily Dickinson, en sus tardes en las que nunca se termina de poner el sol, en su forma de mirar fijamente unas copas vacías y sucias después de un breve encuentro, segura de que en ellas estaba la otra vida, la imposible, como algo que pasó cerca, un tren fantasmal que solo deja un tintineo y una huella de labios en el cristal. Pienso en el escalofrío de sus pensamientos, en sus manos pálidas que se cruzan sobre el regazo, un su vestido blanco, en la voluntaria reclusión, en las horas que trepan por las paredes y nos dicen cómo soportar nuestra porción de noche.
Pienso en las otras Emilys, anónimas y remotas, de ayer y hoy, las que no escribieron poesía y que quizá se salvan en ella, pienso en sus días donde la felicidad era solo algo observado, una alegría que llegaba de contrabando, un recuerdo hurtado, una sonrisa ajena, una calle incendiada al mediodía, pero nunca algo suyo, porque la realidad vive más allá, y crece, se retuerce y nace sin nosotros. Y luego esa larga espera hasta que nos llamen para regresar.
Pienso en Porchia, alguien que hacía literatura sin literatura, que solo inclinaba unas pocas líneas para que sus amigos las usaran, como quien presta una manta cuando se acerca el frío. Aquí tienes, parece decirnos: si puedes abrígate con esto. Ahora ven aquí, mírate, míranos, y dime que no somos irrisorios.
Pienso en Salvatore Toma, alguien que parecía ajeno a cualquier necesidad que no llevase hacia las palabras, alguien que podía verse al otro lado, más allá de sí mismo, que entendía la vida como una pesadilla de la que esperaba escapar pronto. Alguien encadenado en Maglie, su pueblo salentino, absorto bajo una tierra ignorada, piedra entre las piedras, solo feliz ante el vuelo del milano o del tordo, solo vivo cuando no era él, dispuesto cada noche a no encontrar el alba.
Pienso en la mujer que fue Emily Dickinson, en sus tardes en las que nunca se termina de poner el sol, en su forma de mirar fijamente unas copas vacías y sucias después de un breve encuentro, segura de que en ellas estaba la otra vida, la imposible, como algo que pasó cerca, un tren fantasmal que solo deja un tintineo y una huella de labios en el cristal. Pienso en el escalofrío de sus pensamientos, en sus manos pálidas que se cruzan sobre el regazo, un su vestido blanco, en la voluntaria reclusión, en las horas que trepan por las paredes y nos dicen cómo soportar nuestra porción de noche.
Pienso en las otras Emilys, anónimas y remotas, de ayer y hoy, las que no escribieron poesía y que quizá se salvan en ella, pienso en sus días donde la felicidad era solo algo observado, una alegría que llegaba de contrabando, un recuerdo hurtado, una sonrisa ajena, una calle incendiada al mediodía, pero nunca algo suyo, porque la realidad vive más allá, y crece, se retuerce y nace sin nosotros. Y luego esa larga espera hasta que nos llamen para regresar.