Los ensayos de Blanchot tienen
el aspecto circular y fabuloso de una apología de la paradoja. En
esa figura encuentra el pensador francés la voluntad de una
escritura que quiere convertirse a la vez en símbolo de la razón y
en la destrucción de esa misma razón. La literatura para Blanchot
es un organismo que necesita moverse entre la vigilia y el sueño,
entre la lógica y la conmoción, con una fuerza que nos permite
fotografiar lo visible y entrever lo invisible, recorrer una calle
llamada monotonía y las grutas más enrevesadas e insólitas del
pensamiento.
Asegura
Blanchot que nunca está solo quien escribe “estoy solo”, al
contrario, ese falso solitario que escribe está acompañado por el
libro mismo, por la tradición de la que forma parte, por ese lector
hipotético y fantasmal al que acaba de mentir. El escritor es
alguien que no tiene nada que decir, pero a la vez tiene la urgencia
de decirlo. Uso el término decir como
la expresión de un conocimiento científico y positivo, algo
imposible para el escritor, porque la literatura habita la conjetura
y la interrogación, crece y muere con ellas. Su naturaleza es la de
una llama: la posibilidad de una quemadura, la duda sometida a una
luz diferente. Defiende también Blanchot el misterio superior del
silencio, la necesidad de acercarse a él con la dudosa materia de
las palabras. Reconoce además que la lógica, a la que acudimos y
necesitamos, es fuente de desdicha para el escritor, porque en ella
no es posible la pregunta, no hay descubrimiento posible. Nadie duda en
el ataúd de la lógica.
Intuye
Blanchot que las máscaras que inventa el escritor no le sirven para
saldar cuentas con la soledad. Las máscaras pueden mejorar la obra,
justificarla incluso, pero no salvan a su creador. En otro de sus
libros concluyó, no sin amargura, que los libros acaso nos vuelven
legibles para todos, mientras nosotros nos volvemos indescifrables.
Ataca
Blanchot a la escritura automática, que tantos seguidores tuvo en su
país, aquella que renuncia al proyecto y a la destrucción del
proyecto, renuncia a la inteligencia y se abandona a la suerte.
Escribir no puede ser jugar a los dados del inconsciente: no podemos
concedernos esa cárcel. Frente a esa escritura automática de
naturaleza inconsciente, Blanchot entiende que la verdadera escritura
automática es la cotidiana, aquella que habla sin cesar y sin
pensar, allí donde el lenguaje es un puro enlace de vagones de
palabras adocenadas.
Analiza
Blanchot el diario de Kierkegaard, al que tanto le debe, el
misticismo del Maestro Eckhart, a la vez medieval y moderno, las
visiones insolentes y densas que nos dejó William Blake, pero
también la obra de Proust, Rilke, Racine, Jean Paulhan o el
pensamiento hindú. Hay mucho en estas páginas de feliz lector
enfermizo, erizado de teorías y ensueños.
Sostiene
Blanchot que nuestro oficio es el arte de la sugerencia y de la
conjetura, que siempre hay una máscara detrás de cada máscara, que
nunca llegamos a vernos, a descubrirnos, porque el rostro es también
una invención. En Kierkegaard detecta un ejemplo en ese arte de la
omisión. El pensador danés buscó una moral y un sentido último
para su existencia de esa forma enfebrecida y angustiada que vemos en
Temor y temblor, porque para él lo religioso fue una pasión
y una tortura. Blanchot encuentra a su maestro en el diario del
danés: un hombre que necesita del seudónimo para habitar lo
inconmensurable, que es el único lugar donde podemos empezar a
escribir; alguien que se sentía como un libro oscuro que solo Dios
puede leer.
En
el Maestro Eckhart descubre un misticismo que se plantea como una
forma de razón cuyo fin último es la destrucción de la razón. En
las visiones poéticas de William Blake intuye su obsesión por
expresar una cosa y la contraria, y cómo esa enfermedad paradójica
es también su gran virtud. La poesía de Blake surge como un árbol
de imágenes que se metamorfosean ante el lector, que lo transforman
porque lo amplían. En Proust reconoce una lucidez que quiere
pervivir frente al sufrimiento cotidiano, una lucidez que se demora
en la memoria, porque solo en ella se puede tramar una realidad
nueva, mejorada, acaso imposible, pero sin duda superior a la vivida.
Para Blanchot el autor de En busca del tiempo perdido es un
inventor de sí mismo, un artista de la fuga. En su lectura de Rilke
detecta un compromiso superior: el escritor que vive y muere en su
escritura, alguien que no admite reposo o negligencia. Rilke sabe que
el centro de la vida es intocable. La explicación es lo que vuelve
inútil la aventura de existir.
Jean
Paulhan creía que si existe algo sagrado sobre la tierra solo
podemos alcanzarlo a través de la literatura. Esa actitud de
exaltado sacerdote pagano nunca le abandonó, y solo gracias a ella
pudo escribir un libro tan misterioso como Las flores de Tarbes o
el Terror de las Letras. Allí se describe a los que huyen de
los lugares comunes, escapan de la sumisión de las repeticiones y
temen a las expresiones manoseadas, gente que necesita inventar un
idioma nuevo para poder habitar el mundo. ¿Es entonces la lengua
solo un medio, un intermediario o es un fin en sí? ¿La lengua solo
traduce? Entramos aquí en un conflicto antiguo: si queremos atender
solo a las palabras, seremos ininteligibles, si atendemos solo a la
legibilidad, seremos una pura repetición de lugares comunes. Solo
nos queda una vía intermedia, donde lo racional y lo irracional
conviven, donde la comunicación y lo ilógico se entienden. La
paradoja es inevitable y perpetua. Si uso con fortuna una palabra, si
ese uso es revelador, esa palabra misma ha comenzado a morir, ha
empezado a declinar. Su fortuna la está matando. Pronto nadie la
elegirá. Mañana vendrán otros a sustituirla, y así sucesivamente.
Toda página feliz es un futuro fósil.