Una fiesta en el vacío

 


Nada me resulta más nauseabundo en un libro que la vanidad de una respuesta. Es como si el escritor adoptara una ridícula pose pedagógica, esa necesidad de conceder una verdad que nadie le ha reclamado, que nunca le perteneció, porque la literatura es la tierra de los perros salvajes, los esquineros y los márgenes, es la casa de quien ha perdido la cabeza y por eso conversa con los muertos y las piedras, es tierra de derviches giróvagos, de actores y clerici vagantes, hijos de Antístenes, tierra de desplazados y enfermos. Si en verdad algo nos pertenece, si hay un lugar donde podríamos fundar nuestra secta, ese lugar debe ser la nada, el centro mismo del vacío, justo allí donde hacemos nuestra fiesta. A quien pertenece a esa secta solo le quedan ebriedades y lentas interrogaciones que arrastramos desde hace milenios.

Sé que al otro lado hay una multitud que no quiere cuestionamientos, que no está dispuesta a pensar un minuto más, que solo quiere principios, grandes emociones como fuegos artificiales, que está sedienta de dogmas, regulaciones y fronteras. Quieren adormecerse en la noche confortable de una fe, saber dónde está el bien y dónde el mal. Necesitan principios inmutables y un orden indiscutido. Quienes sostienen que la literatura ofrece respuestas son los primeros que la traicionan. Solo nos queda aprender a vivir en la pura incertidumbre, desorientados bajo la niebla en una ciudad desconocida, caminando por un suelo inestable.

Si escribimos es para hacer una fiesta en el vacío. Quizá podemos elegir una caída, una debilidad, una grieta donde pasar la noche. Quizá podemos escoger una teoría del error de la caja de las teorías desquiciadas, pero de nada servirá. La literatura es una pregunta. El resto es un sistema de engaños.

 

 Imagen: Mark Garbowski


Cinco poemas de Salvatore Toma

 


Salvatore Toma nació en Maglie (en la región de Puglia) en 1951 y se suicidó en 1987. Entre sus poemarios están Poesie (1970), Ad esempio una vacanza (1972), Un anno in sospeso (1979), Ancora un anno (1981), con introducción de Donato Valli, y Forse ci siamo (1983). Los cinco poemas que traduzco aquí están extraídos de la antología Canzoniere della morte (Einaudi, 1999).



La lechuza caza

en la calma de las noches

pero esta tarde donde la paz

es limitada

por el granizo y el temporal

en cualquier vieja ruina

estará con el estómago vacío

el cuello oculto entre las alas

los ojos dulces

como lámparas de petróleo.

Saciada mañana

dominará el silencio

con las pestañas que se cierran despacio

como el reloj de la torre.


* * *



Viento ligero que hablas

con la voz de las hojas

que abres los brotes

y los haces temblar

en la primavera.

Viento que secas

los panes, blancos

como rostros de niños,

y a veces con dulzura

el sudor de la frente,

haz que mi muerte

venga suave, serena

como tu respiración.



            * * *



Yo espero que un día

encuentres el final de los halcones,

hermosos altivos dominantes

la inmensidad más vasta,

pero siempre solos como mendigos.


* * *



El poeta sale con el sol y con la lluvia

como la lombriz en invierno

y la cigarra en verano

canta y su trabajo

que no es poco está todo aquí.

En invierno como la lombriz

sale desnudo de la tierra

se retuerce al reflejo de un espejismo

enseña la fábula más antigua.



* * *



El poeta es un científico

con los pies en la tierra,

sobre la luna ha estado

desde que nació.

El poeta es un hombre

un poco muerto

que conoce cosas horrendas

y nadie sabe cómo,

por esto se ríe de vosotros

de todos vosotros.




Para llegar a Marianne Moore

 Cada poema es una cifra de todos los poemas, y por mínimo que parezca su universo, por concreto y escorado que nos llegue, el poema no quiere reconocer sus límites. Los panteístas observan lo real como un solo organismo múltiple, como acaso lo observó Plotino, como lo intuyó Giordano Bruno. Para los panteístas cada piedra y cada fuente es Dios, también el tilo y los vencejos y las hormigas, también el lagarto y el ser humano. Para el poeta panteísta todo lo real es por igual materia de esa página que no acaba y que detiene el tiempo. Su forma de concederle a un cartel publicitario, a una silla sin cuerpo o a la voz del viento la posibilidad de habitar el poema es su manera de sacralizar la vida, de entender que todo lo real puede ser poesía.

Marianne Moore fue una laboriosa perseguidora de ese poema impersonal y complejo que quiere reflejar el asombro ante el mundo, ese poema donde el yo nunca se exhibe. Sus composiciones tienen algo de verso meticulosamente moldeado hacia el ritmo de la prosa, de largas oraciones repletas de meandros digresivos, de esquinas donde habita por igual la naturaleza y la historia, donde el pelaje de un animal sirve para hablar de un pintor o para descartar una filosofía. Su poesía prefiere la originalidad al refinamiento, la naturalidad expresiva a la oscuridad, el relámpago sarcástico a la idealización, la écfrasis a la teoría.

Moore no deseaba una obra que pareciera acabada, una especie de Apolo de Belvedere esculpido en honor de un clasicismo que podía admirar, pero que le resultaba ajeno. En eso Moore fue inevitablemente hija de su época, como sus compañeros de generación, como T. S. Eliot, Ezra Pound, Wallace Stevens o William Carlos Williams, atareados en convertir su literatura en un desvío en el camino.

 

Cierta adoración escolar por los animales cruza su poesía, con algo de bestiario y de alegoría, con páginas recorridas por serpientes, elefantes, petreles, cisnes, basiliscos y pulpos, y no solo para celebrar la existencia o para entretenerse en la filigrana descriptiva donde se sabe maestra, también recurre al pavo real para retratar a Molière (ese que fue víctima y azote de su época), y no deja animal al que compararnos, tantos cerdos y cucarachas y gusanos nos explican e igualan.

Sabe entender esta poesía a la vasija de barro, su antigua profesión de humildad, su forma de crecer ante la sed; sabe contemplar a la majestuosa ave de rapiña, que ningún corral hace parecer absurda; reconoce en una página que el esnobismo no es más que una forma de servilismo que se camufla en los salones donde solo burbujea una inteligencia decadente; retrata a Nueva York con la distancia socarrona de una fundadora que volviera para reconocer que aún seguimos negociando con pieles y con el ingenio barato de las corrupciones; sondea el matrimonio, esa empresa que no admite cambios de opiniones, que convierte en contrato lo que fuera deseo, que nos pide que nos hagamos añicos como un vaso lanzado contra la pared; observa a los negros, “esa raza selecta con una elegancia que nuestra ignorancia ignora”; entiende que toda la belleza del arte puede estar detenida en una botella egipcia de vidrio soplado en forma de pez, memorable como un viaje en el tiempo a través de la fragilidad acuosa de un sueño; define su poética como un diálogo donde el pasado es presente, porque si el verso evita la rima, como sucede en la Biblia, y le damos una oportunidad al asombro, “yo volveré a ti”, nos dice, segura de que el futuro será caprichoso, pero también que existe una oportunidad para su voz; fotografía al pangolín, esa fábula viviente, animal humorístico, porque el humor nos ahorra tiempo y nos educa; en otra página exige a los poetas un poco menos de ruido y de vanidad, que también la trompa del elefante escribe, que no todos son diamantes, que a veces está bien el color esmeralda de la hierba.

El viaje que nos promete este libro es complejo y cristalino a la vez, como la naturaleza que hace de gran tutora en sus poemas, y que muy pocos como Moore han sabido traducir al limitado lenguaje de los seres humanos, a la sustancia dudosa del poema. Si hemos de volver, si mañana seremos leídos, la voz de Marianne Moore regresará con nosotros, con su espejo irónico y su esplendor descriptivo que a la vez nos sonríe e interroga.


A veces la caída

 




La desesperanza conlleva su propio castigo, mientras que la esperanza es imperdonable.

*

Toda escritura es una degeneración de ciertos modelos a su vez degenerados, pero en su degeneración natural la escritura puede reinventarse, puede ser otra, alberga la posibilidad de una metamorfosis, de la misma forma que a veces la caída semeja un vuelo.

*

Un conocido me habla en un café de su deseo de volver a escribir, de retomar su antiguo proyecto de novela, y le animo y prometo que leeré sus textos sin falta, y aunque sé bien que un escritor no es quien se propone serlo, sino quien no puede dejar de serlo, no se lo digo. Solo guardo silencio y sonrío. En sus ojos veo que no está enfermo: solo sueña. Cree que escribir es algo que hacemos a veces, por épocas, como quien cambia de abrigo o de psicólogo. Me temo que escribir es aprender a caer, es algo que haces por pura demencia, por adicción, cuando te desprecian los otros y tú mismo, con la alegría propia del que no sabe hacer nada más que eso, con toda esa vergüenza temblando en las manos.

*

El odio al diferente no es más que una forma de la comodidad. Nos decimos a nosotros mismos que somos únicos y originales, y con esa falsificación nos inventamos un rostro ilusorio. Qué confortable es la mentira, qué cálida. En verdad somos fotocopias, y quizá por eso nada nos repugna tanto como un semejante.

*

Conozco a un hombre a quien le encanta trepar por el árbol genealógico de su familia hasta descubrir que tiene motivos para estar orgulloso de sus antepasados: en su estirpe, como en todas, abunda la infamia. Siempre hace el mismo descubrimiento y con la misma felicidad. Le agrada convencerse de que la maldad es un rasgo de la inteligencia. Su alegría es como el prólogo del terror.

 

 Imagen: Baud Postma


De la angustia al lenguaje, de Maurice Blanchot

 


Los ensayos de Blanchot tienen el aspecto circular y fabuloso de una apología de la paradoja. En esa figura encuentra el pensador francés la voluntad de una escritura que quiere convertirse a la vez en símbolo de la razón y en la destrucción de esa misma razón. La literatura para Blanchot es un organismo que necesita moverse entre la vigilia y el sueño, entre la lógica y la conmoción, con una fuerza que nos permite fotografiar lo visible y entrever lo invisible, recorrer una calle llamada monotonía y las grutas más enrevesadas e insólitas del pensamiento.

Asegura Blanchot que nunca está solo quien escribe “estoy solo”, al contrario, ese falso solitario que escribe está acompañado por el libro mismo, por la tradición de la que forma parte, por ese lector hipotético y fantasmal al que acaba de mentir. El escritor es alguien que no tiene nada que decir, pero a la vez tiene la urgencia de decirlo. Uso el término decir como la expresión de un conocimiento científico y positivo, algo imposible para el escritor, porque la literatura habita la conjetura y la interrogación, crece y muere con ellas. Su naturaleza es la de una llama: la posibilidad de una quemadura, la duda sometida a una luz diferente. Defiende también Blanchot el misterio superior del silencio, la necesidad de acercarse a él con la dudosa materia de las palabras. Reconoce además que la lógica, a la que acudimos y necesitamos, es fuente de desdicha para el escritor, porque en ella no es posible la pregunta, no hay descubrimiento posible. Nadie duda en el ataúd de la lógica.

Intuye Blanchot que las máscaras que inventa el escritor no le sirven para saldar cuentas con la soledad. Las máscaras pueden mejorar la obra, justificarla incluso, pero no salvan a su creador. En otro de sus libros concluyó, no sin amargura, que los libros acaso nos vuelven legibles para todos, mientras nosotros nos volvemos indescifrables.

Ataca Blanchot a la escritura automática, que tantos seguidores tuvo en su país, aquella que renuncia al proyecto y a la destrucción del proyecto, renuncia a la inteligencia y se abandona a la suerte. Escribir no puede ser jugar a los dados del inconsciente: no podemos concedernos esa cárcel. Frente a esa escritura automática de naturaleza inconsciente, Blanchot entiende que la verdadera escritura automática es la cotidiana, aquella que habla sin cesar y sin pensar, allí donde el lenguaje es un puro enlace de vagones de palabras adocenadas.

Analiza Blanchot el diario de Kierkegaard, al que tanto le debe, el misticismo del Maestro Eckhart, a la vez medieval y moderno, las visiones insolentes y densas que nos dejó William Blake, pero también la obra de Proust, Rilke, Racine, Jean Paulhan o el pensamiento hindú. Hay mucho en estas páginas de feliz lector enfermizo, erizado de teorías y ensueños.

Sostiene Blanchot que nuestro oficio es el arte de la sugerencia y de la conjetura, que siempre hay una máscara detrás de cada máscara, que nunca llegamos a vernos, a descubrirnos, porque el rostro es también una invención. En Kierkegaard detecta un ejemplo en ese arte de la omisión. El pensador danés buscó una moral y un sentido último para su existencia de esa forma enfebrecida y angustiada que vemos en Temor y temblor, porque para él lo religioso fue una pasión y una tortura. Blanchot encuentra a su maestro en el diario del danés: un hombre que necesita del seudónimo para habitar lo inconmensurable, que es el único lugar donde podemos empezar a escribir; alguien que se sentía como un libro oscuro que solo Dios puede leer.

En el Maestro Eckhart descubre un misticismo que se plantea como una forma de razón cuyo fin último es la destrucción de la razón. En las visiones poéticas de William Blake intuye su obsesión por expresar una cosa y la contraria, y cómo esa enfermedad paradójica es también su gran virtud. La poesía de Blake surge como un árbol de imágenes que se metamorfosean ante el lector, que lo transforman porque lo amplían. En Proust reconoce una lucidez que quiere pervivir frente al sufrimiento cotidiano, una lucidez que se demora en la memoria, porque solo en ella se puede tramar una realidad nueva, mejorada, acaso imposible, pero sin duda superior a la vivida. Para Blanchot el autor de En busca del tiempo perdido es un inventor de sí mismo, un artista de la fuga. En su lectura de Rilke detecta un compromiso superior: el escritor que vive y muere en su escritura, alguien que no admite reposo o negligencia. Rilke sabe que el centro de la vida es intocable. La explicación es lo que vuelve inútil la aventura de existir.

Jean Paulhan creía que si existe algo sagrado sobre la tierra solo podemos alcanzarlo a través de la literatura. Esa actitud de exaltado sacerdote pagano nunca le abandonó, y solo gracias a ella pudo escribir un libro tan misterioso como Las flores de Tarbes o el Terror de las Letras. Allí se describe a los que huyen de los lugares comunes, escapan de la sumisión de las repeticiones y temen a las expresiones manoseadas, gente que necesita inventar un idioma nuevo para poder habitar el mundo. ¿Es entonces la lengua solo un medio, un intermediario o es un fin en sí? ¿La lengua solo traduce? Entramos aquí en un conflicto antiguo: si queremos atender solo a las palabras, seremos ininteligibles, si atendemos solo a la legibilidad, seremos una pura repetición de lugares comunes. Solo nos queda una vía intermedia, donde lo racional y lo irracional conviven, donde la comunicación y lo ilógico se entienden. La paradoja es inevitable y perpetua. Si uso con fortuna una palabra, si ese uso es revelador, esa palabra misma ha comenzado a morir, ha empezado a declinar. Su fortuna la está matando. Pronto nadie la elegirá. Mañana vendrán otros a sustituirla, y así sucesivamente. Toda página feliz es un futuro fósil.