El animal incomprensible




  Contempla el tamaño asombroso de nuestras mentiras íntimas, que no son objetos decorativos, sino la casa misma que habitamos, los pasillos de nuestro pensamiento, la falsa orografía de la memoria, la cama en la que descansan nuestras convicciones de humo. No sabemos hablar sin ficción, porque sin ella nos disolveríamos como un gas en el aire, dispersos en una deflagración de dudas, como bacterias que crecen y se multiplican sin otro destino que una sonriente caída. Somos niños envejecidos que se traman en el insomnio de la madrugada, ridículos esclavos de su propia fábula, encerrados en una celda que nosotros mismos hemos tramado. La ficción acomoda nuestras certezas, nos cose a la existencia, a su médula vacía, nos retiene en esa trampa antigua que un día, hace ya muchos años, inventamos. 
 
Necesitas mentirte para seguir en pie, aunque sea en un frágil equilibrio de animal moribundo, como quien avanza aturdido y quizá ebrio, cada día más incomprensible para sí mismo, más perro, más lagarto, más gusano.




Tierra de nadie



Onetti solo avanza cuando se acerca a las debilidades humanas, y por ahí viene su inclinación hacia los interiores, esos ámbitos clausurados donde puede describir la mueca o el rechazo, la gota de sudor que explora una cara hinchada, el estremecimiento que precede a una pregunta, esa incoherencia que se riza en las palabras o la ceniza de las ideas cuando inunda una estancia y no deja respirar. La suya es una prosa curva, filosa, propensa a la poesía, pero también capaz de moldearse y ser la voz de sus personajes, capaz de mancharse con su habla.

Todo sucede en los refugios de la intimidad, entre las torceduras del pensamiento y las gelatinas del afecto, y por eso sabemos que hay un narrador moroso que quiere entregarnos una bandada de retratos que, como él, como todos, viven en tierra de nadie y se dirigen hacia la niebla.


No hay piedad en la obra de Onetti, no puede haberla. Sus frustraciones y engaños son los nuestros, y el escritor no quiere perdonarse, no quiere que su literatura sirva como lenitivo. Por eso los retratos y las escenas declinan hacia la aridez, aunque bajo esa superficie parece sobrevivir la conciencia de sus autoengaños, la seguridad de que cada paso será insolvente o inútil.

El verbo que elige Onetti es duro, tenso, inesperado, y entra en la oración como un cuchillo en la carne. Sabe que el verbo es la munición de cada frase, y por eso decide que arda la mano, que la voz raspe, que arañe esa sonrisa falsa, que se enrosque como un feto en su cobardía. El verbo debe ser movimiento y no abstracción: la cara se pone en el espejo; manotea, hunde, afloja; ese bulto que renguea por la habitación, aquel otro que lanza media sonrisa mientras retrocede, aquella que parece resbalar en la silla.

Los ámbitos cerrados son los que prefiere Onetti, porque el cuerpo es el único universo posible de su escritura: no hay otro paisaje que el ser humano. El resto son excusas, tiempos muertos, desidias del escritor. Eso debía pensar Onetti. En un ser humano, en su cuerpo, en la gesticulación y las palabras, estaba todo cuanto necesitaba para construir una página. Las manos que avanzan o temen, los párpados que hablan, el cuello que gira, los pies que se cruzan o aceleran, la inclinación de un cuerpo, las calles de una sonrisa: un instinto asombroso le guía como escritor en esa jungla de lo mínimo.