Una mañana en la cafetería



Busco refugio contra el caldo hirviente de este día de verano. Lo encuentro en una cafetería abarrotada y ruidosa. Frente a mí devora con placer unos bocadillos una familia en la que sólo parece faltar el padre. La abuela es pequeña y gruesa, de pies hinchados y venosos, con unas gafas inmensas tras la que bailan dos ojos oscuros, de mirada perpleja, consternada, sólo feliz cuando mastica y cuando ve masticar a los suyos. Lleva un traje viejo, de un azul marino descolorido, y un bolso negro cruzado perpetuamente sobre la barriga. La vida no ha sido fácil para ella y hoy se muestra sin fuerzas para seguir domando la naturaleza salvaje de los que la rodean. Mira a su hija y a sus dos nietos con una especie de misericordia que tiene una astilla de alegría y un fondo de amargura. Ella esperaba… Pero esperar algo de la vida es siempre un exceso, parece decirme mientras mira a ningún sitio.




Su hija está sentada frente a ella. Es más gruesa que su madre y vive en un enfado constante. Reprende a sus dos hijos por su forma de comer, por las palabras que ciscan, que son un plagio de las suyas, luego discute con el aire, espanta moscas como si peleara con ellas, gesticula airada y mientras gesticula las carnes se revuelven y agitan, fatigadas de tanto combate.





El mayor de los dos hijos, de unos dieciocho años, es remoreno, va tocado con una gorra rapera, lleva pendientes y tiene un hablar bronco, pastoso, cultivado en las mejores calles de su barrio. Algunos virtuosos oyentes podrían señalar el barrio con sólo identificar ciertas palabras. El joven muestra una desgana natural, constitutiva y espléndida. Su desgana parece ser su doctrina. Los párpados pesados, que imitan a los mafiosos del cine, refutan cualquier ilusión, amonestan toda esperanza. Sabe que no hay ningún lugar al que llegar, que todo ocurre tarde y sin sentido. Lo imagino esquinado en su barrio, con veinte años más, ganado el respeto entre los suyos, feliz en su desidia, triunfador y áspero.






Su hermano le imita sin convicción, seguro de poder superarle pronto. Otra esquina le está esperando a él y lo sabe, otra desidia, otra jerarquía. Ignora a la madre, pero cuando habla repite sus gestos e iguala sus insultos. Unas bolsas con alimentos descansan en el suelo, entre las cuatro sillas, como una barricada improvisada en una guerra invisible. Ya se van.


No muy lejos encuentro otra familia, igualmente maravillosa, discutidora y glotona. Podría elegir cualquier mesa, en todas hay materia para una novela.

Vuelvo a la mesa que está frente a mí. No ha pasado un minuto vacía. Ahora se ha sentado una joven fumadora, diminuta y maquillada, con un traje rosado y un collar de perlas que intuyo de bisutería. Entiendo mejor el cuello desnudo, las cosas que aceptan lo que son. La joven salva su pequeñez encaramándose sobre unos zapatos de tacones altos y dolorosos. Uno no la ve guapa, pero ella actúa como si estuviera en un escenario y todos fuéramos sus admiradores. Está sola, se aburre, no para de mover las manos y de trastear con su teléfono móvil. Al final termina por hacer una llamada.

El aburrimiento es la miseria de la inteligencia, su podredumbre. Basta un poco de curiosidad para salvar esa trampa. No me puedo quejar, a mí nunca me ha faltado esa curiosidad que convierte la realidad en una representación inagotable.

El calor no cede y la gente se renueva ante las mesas sin descanso. Un camarero, camisa blanca y pajarita negra, la cara roja y sudorosa, me observa unos segundos mientras escribo. Sonríe con una mezcla de humor y tristeza. Los dos somos felices e insignificantes. Él parece útil, sirve con diligencia y nos observa a todos con delicia. Yo intento imitarle.



La vida en la escalera




Se fueron sin despedirse, como los héroes, mis atormentados y ruidosos vecinos, y ahora no tengo nadie de quien quejarme. Antes todo estaba claro, existía un orden preciso, una matemática vital: si mis vecinos convertían su casa en discoteca o en campo de batalla, yo escapaba con mis bártulos a una biblioteca, a un parque o a la casa de un amigo desconcertado, que no comprendía mi afición a leer en su sofá.

Antes había tardes en que mi suelo temblaba con un ritmo diabólico, y la tranquilidad era un fantasma caprichoso que se disolvía justo en el instante en que la estruendosa música vecinal ocupaba mi apartamento.

Antes soñaba con Naipaul, con su casa a prueba de ruidos, con sus habitaciones insonorizadas.

Eran gente de fiar mis vecinos, animales sistemáticos: apenas dos o tres detenciones al año, media docena de discusiones a gritos cada mes, una fiesta y una pelea por semana.

Tenían costumbres felices. Vivían a medio camino entre su casa y la escalera del edificio, optando siempre por esta última en caso de duda. En la escalera trabaron amistades, menudearon sustancias, almorzaron, hicieron el amor y se partieron la cara. Nunca entendí su entusiasmo, pero hoy comprendo que es en la escalera donde está la vida, y que los demás sobrevivimos enclaustrados, esclavos de la biblioteca y de sus pasillos y espejismos.

Ahora que se han ido comprendo que eran ellos las víctimas, porque soportaron sin queja mi insufrible silencio.

Nada será igual, lo sé. Salgo a la terraza esta noche y este lugar se parece a lo que fue siempre, una urbanización de las afueras de Santa Cruz, fea, pacífica y mortecina. Desde aquí el mar y el cielo son una piedra oscura que sólo desmienten las luces de algunos barcos fondeados.

Pero hay días en que escucho un lejano zumbido, un retemblar de altavoces que se acerca, y pienso que son ellos, que vuelven para tomar posesión de su escalera, y entonces recuerdo otra vez aquella vida, como si aún no hubiera despertado de la pesadilla.