A veces me encierro en esta celda de San Pietro in Montorio y no quiero salir. Es como si esta ciudad me fagocitara cada vez que intento entenderla. A la vez me seduce y me espanta esta Roma piadosa y miserable, espinada y tersa, histriónica y natural. Me encierro y busco en los libros lo que la realidad nunca me da. Quizá estoy equivocado. También los libros son un espejismo, también Roma.
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Camino sin rumbo por el Trastevere hasta que me llama la fachada de una iglesia. No es posible entrar, porque una valla de madera me impide acceder a la Chiesa di Santa Maria dell’Orto. Desde la puerta atisbo lo que puedo, que es muy poco, pero encuentro muy delicadas y propensas a convertirse en esculturas a las tres personas que limpian el suelo de la iglesia.
Alguien tendrá que dedicarles una obra algún día a esas dos mujeres y a ese anciano que barren y fregan ese suelo de mármol. No lo hacen con pasión, pero tampoco se rinden o detienen.
Sin duda su entrega vale más que la iglesia que sólo alcanzo a entrever. Me bastan ellos para entender este día, para salir indemne y regresar a mi habitación sin queja.
En cada esquina de esta ciudad hay una iglesia esperándome, siempre absurda y hermosa, siempre silenciosa y grandilocuente. Sólo le faltan a estas iglesias, para ser un reflejo exacto de la ciudad en que se levantan, las ruinas y los desconchados que Roma muestra con gracia y con impudor, y que son una parte de su cotidiana locura y de su cojeante naturaleza.