El filo de Rosario Castellanos

 


A veces se llega a la poesía con un curvado esteticismo, otras con el propósito de investigar en las corrientes subterráneas del lenguaje, también para desdoblarse y no ser, para multiplicarse, acaso para abrir una vía de agua en el barco acorazado de la verdad, pero Rosario Castellanos llegó a la poesía para retratarnos sin compasión, y mientras cerraba ese extenso dibujo de sí misma y de sus semejantes, libro tras libro, elevó un pequeño tratado, a la vez analítico y sentimental, de la condición humana, una suma desesperada, impiadosa y certera de lo que somos.

Su ironía es inseparable de su tendencia a la autobiografía, porque no hay nadie tan ridículo como esa persona que nos mira desde el espejo cada mañana, ese pelele soñoliento e hinchado del que lo sabemos todo y con el que estamos condenados a compartir cada segundo de nuestra vida. La ironía de la poeta mexicana favorece su pensamiento, afila sus versos, abre el cuerpo magullado de nuestra época y disecciona las costumbres, que ella nunca describe con la distancia de una antropóloga, sino como quien ha llegado a la escena del crimen a la misma hora que el criminal. Castellanos nos cuestiona, pero no se excluye del circo cotidiano de cuyo espectáculo no podemos escapar. Crecimos y nos educamos junto a los payasos y los domadores, entre la jaula de las fieras y el acróbata. Suya es la conciencia de ese encierro, de esa condena. 

Entro ahora en sus poemas y me reconozco en ellos. Su espejo es nítido e irrevocable. En esas páginas me espera la paloma sin alas a la que nadie supo dar un simple nudo para la horca; la amante que fue piedra ante la indiferencia del amado; el engaño que implica creer en lo que digo cuando me engaño, porque la memoria es un impostor y el tiempo su cómplice; me espera el poeta, ese paria en cuyas manos dejan algunas monedas los que pasan, más por piedad que por admiración, y la poesía misma, ebria e indigente, inaudible en mitad del estruendo; me espera también el día que sigue a la masacre, cuando la noticia principal en los periódicos es la angustia del mal tiempo bajo el sol de los convenientes intermedios publicitarios.

 Defiende Rosario Castellanos que escribimos porque alguna vez nos dijeron que no existíamos, que nuestro ser no pesaba sobre el suelo, que no había sombra a nuestro lado, que éramos lo que sobra o falta, ese bípedo del que nadie espera que abra la boca, aquel que estaba destinado a callar y a disolverse en la tierra como el agua tras la lluvia.

Me enseñaron a ser buena, escribe en el poema “Lecciones de cosas”, pero las lecciones estaban equivocadas o los profesores mentían. La otra mejilla está dolorida. La generosidad exhausta. La santificación ha sido aplazada. El premio a tanto esfuerzo nunca llegó. Después de haber sido apaleados por el mundo, después de ser desintegrados y recompuestos, nos hemos convertido, como única medida de defensa, en una pieza del engranaje, seres que procuran no sentir, que avanzan y no miran a los lados, que responden a la queja con nuevas quejas inútiles, que chillan sin porqué en mitad del griterío, que omiten la humildad y siguen su camino hacia la noche.

 En uno de sus poemas póstumos ensaya el monólogo dramático: allí da voz a una mujer que prefiere pasar de un cuerpo a otro antes que deshacerse en silencio en una casa, llenar su memoria de cicatrices antes que ser un arcón vacío. En otro poema, “Advertencia al que llega”, el suicidio no es una demencia o una cobardía, sino la primera salida, la más natural y leve, la búsqueda de un sueño dulce y profundo, como debe dormir quien es feliz.