He perdido media vida inventando máscaras, autores fantasmales, personajes que habitaban más allá del libro en el que nacieron, citas apócrifas que solo podían ser reales, escribiendo reseñas de libros imaginarios, multiplicando ese juego de sombras, y solo lo hice porque aún conservo una antigua y detestable convicción: importan las palabras y no los nombres, el texto y no la firma.
Por eso cuando escucho hablar de vergonzosas máscaras que caen, de seudónimos atrapados en una mentira, de nombres que esconden clandestinamente otros nombres, de grandes falsificaciones, intuyo que solo estamos asistiendo a una coreografía inútil. Al periodismo le gusta hablar de engaños y traiciones, como si ignorara que el arte es una mentira cuya función es interrogar a la verdad. El arte no te miente, no puede hacerlo, como sostuvo Nietzsche, porque desde la primera línea te dice que es ficción, que nada de cuanto lees es real. ¿Importa que Homero fuera un hombre llamado Homero y no el resultado de una populosa tradición, o importan las páginas que leemos bajo ese nombre?
La máscara no nace para esconder, sino para revelar. Shakespeare necesitó a Lady Macbeth para hablarnos sobre la ambición, Camus recurrió a un Calígula desquiciado para mostrar la enfermedad del poder y Antonio Machado tuvo que inventar a Juan de Mairena para darle voz al filósofo que lo habitaba. Lo importante no es quién se esconde detrás del seudónimo, el heterónimo o la máscara, quién inventó la cita apócrifa, lo único relevante es lo que esa voz nos dice, si necesitamos el paisaje que nos entrega, si podemos respirar en sus ideas.
El otro día recordé el volumen de autores fantasmales La nación de los olvidados, uno de los más enigmáticos de cuantos he leído, y sentí una antigua hermandad con ellos. Pensé también en la poesía memorable de Luis Lenz, de cuyo autor nada sabemos y nada necesitamos saber. Volví a Manuel Martins y a mi maestro Fabio Montes. Mis lecturas y recuerdos están invadidos de fantasmas, y a ellos les debo la poca cordura que me sostiene.
Hace unos años traduje El diario de Kaspar Hauser, del escritor Paolo Febbraro, que era el diario falso de un hombre real que vivió en el siglo XIX escrito por un poeta italiano de nuestro tiempo. Ninguno de esos disfraces enturbia la convicción de haber traducido un libro donde la filosofía y la poesía habían cristalizado en una voz nítida y asombrosa. Hace años leí uno de los grandes libros satíricos que conozco, Vacío perfecto, de Stanislaw Lem, donde una secuencia de reseñas de libros imaginarios sirven para destripar muchas de las grandes estéticas y teorías del pensamiento occidental. Sin el concurso de esos fantasmas el libro de Lem hubiera sido un amargo carrusel de pesimismos.
No sé quién soy hasta que dejo de serlo. El yo es el nombre de un desconocido, la última mentira, el pasaporte falsificado de la memoria. Como escribió una vez Lester H. Thomas: “No necesito ser real, me basta con ser leído”.
Imagen: Gustavo Minas