No muy lejos de Juvenal



Juvenal fue primero un hombre acomodado y luego un monigote que golpea el azar, un hijo de nadie, un desheredado. Tuvo poder y alcanzó la miseria, y escribió para quejarse, lleno de indignación y de miedo, consciente de que sus palabras eran puñales que podían regresar para buscarle.

Con sus sátiras no es difícil atravesar la antigua Roma, ver a los pitagóricos y sus banquetes vegetarianos, contemplar las casas que se derrumban por la negligencia de sus propietarios, las botas agujereadas de los olvidados, sus togas zurcidas y andrajosas, la canícula que golpea la ciudad donde mil poetas recitan sus versos somníferos, las ruinas que acaban de ser alquiladas a los judíos, más allá del Tíber, el mármol que oculta el césped y la tierra, más dignos para nuestro paso, los salvados y los hundidos, verás a porteadores de cadáveres, vaciadores de cloacas, niños ancianos, esclavos vendidos en subasta pública.

“No seré ayudante de ladrones, porque no salgo nunca a acompañar a nadie. Nada tan apreciado como el cómplice”, escribe Juvenal en una de sus sátiras. Roma es un escaparate: prostitutas con gorritos de colores, romanos que se creen griegos, inventores de genealogías, bandadas de sofistas, gramáticos del hambre, masajistas, sicarios de fama, magos y equilibristas que solo esperan ser lo que no son, cambiar pronto de vida, abandonarlo todo, refugiarse en el espejismo.

Es cierto, esas páginas tienen dos mil años, pero con unos pocos retoques valdrían para hoy.



Imagen: Salvo Petri

Una poesía no pactada: Tomas Tranströmer



Tranströmer escribe cada página como si fuera la última, dejando en cada poema un epitafio o un dudoso legado, y haciendo que esas líneas sean insoportables sin descanso. El poeta sueco no admite la lectura confortable, no espera a sus lectores, no hace pactos.

La poesía de Tomas Tranströmer se asemeja a un río: la sensación es la de un caudal fijo, la de alguien que desde el primer libro guarda una asombrosa fidelidad a un proyecto que sigue intacto en el último, la coherencia navegable con que se pasa de una página a otra, algo que quizá no sea más que el fruto de un carácter, el resultado de una bandada de obsesiones.

El talento del sueco hace que confluyan dos realidades en una misma imagen con una seguridad alucinada, como ese patio de colegio que se ensancha en el cementerio, esos árboles que caminan con paso lento por el frío, ese mundo que hormiguea en el abrigo, que entra y sale con millones de patas atareadas, la vida como algo que se sedimenta en los tubos de ventilación, el resplandor de los coches en la ciudad nocturna igual que platillos volantes o esa piedra que hace brillar la oscuridad, porque esa piedra debe ser la palabra escrita, aquello que no estaba o se fue, aquello que no podíamos decir, y que solo en el poema encontró su oxígeno.


Tranströmer nos entregó una voz que sabe renovar los símbolos de la naturaleza y que tuvo la inteligencia de adoptar la ciudad como un paisaje inexcusable, con su aceleración desolada y su irrealidad cotidiana.

Quizá solo el poemario Bálticos (1974) -el más unitario pero también el menos afortunado de los suyos-, incumple ese río del que hablaba antes.

No es posible entrar en la poesía de Tomas Tranströmer sin aceptar las reglas de su juego: el sello, esa alfombra voladora; la casa donde se sienten los pasos como humo por el techo; larvas de mosquistos que dibujan interrogaciones en los charcos fríos; la anestesia de la primavera; el sanatorio que está repleto de clavos que atraviesan la sociedad o la manecilla reptil que envenena los minutos. Así sucede “porque todo cuanto acontece en la superficie se vuelve hacia dentro”.

Un ejemplo de su habilidad, a la vez reflexiva y visual, es el poema “Fórmulas de invierno”, dividido en cinco breve secciones. En la última puede leerse (la traducción es de Roberto Mascaró):

El autobús se arrastra por la noche invernal.
Resplandece como una nave en el bosque de abetos,
allí donde el camino es un profundo, estrecho canal muerto.
 

Pocos pasajeros: unos viejos y otros muy jóvenes.
Si se detuviese y apagase las luces
el mundo sería exterminado.


Uno de los motivos recurrentes de esta poesía es la distancia entre el poeta y la realidad. Algo nos une y nos separa del mundo, como si la niebla hubiera invadido la ciudad, y entre el que observa y las calles y los paseantes existiera una frontera invisible pero real, una distancia insalvable.


Acaso Tranströmer escribió para entregarle a sus lectores lo mismo que quería para sí: un refugio antes de la mudanza definitiva, una conciencia del dolor y del placer, y dentro de esa conciencia los minúsculos detalles que la luz concede: los ciclos infinitos, los pasillos de la mirada, la erizada piel del mundo.




Enredadera



    En un velatorio me descubro otra vez nervioso, como si la muerte fuera algo que no pudiera aceptar. El hombre que se ha ido era escultor, y lo era sin falta y sin vanidad. Nunca reclamó un lugar. Nunca se quejó por el olvido. Su silencio crece a mi alrededor como una enredadera y me habla. Puedes dejar todos tus viejos sueños en la tierra, dice ese silencio, déjalos junto a los gusanos, las hormigas y las raíces, déjalos pronto y ve ligero. 


     Junto al velatorio hay una pequeña casa y un polideportivo. De la casa ha salido una mujer en bata y zapatillas, como recién despertada. Se ha acercado a los familiares y ha preguntado si el muerto era del barrio. No, le han dicho, y entonces, decepcionada, ha seguido su camino, sonámbula y casi viva.




Imagen: Patrick Joust

El monstruo ama su laberinto, de Charles Simic





  Si ves a Charles Simic subir a la torre de telecomunicaciones, huye. Es un francotirador cuyas balas se fabrican en el suburbio del humor trágico, de la metáfora dentada, de la ironía en forma de espejo colectivo. Los apuntes de El monstruo ama su laberinto se nos presentan como una colección de objetos encontrados en la calle, una acumulación de minucias, desórdenes y patologías que nos llevan sin error hacia las obsesiones de su autor, y luego, a través de él, hacia la dudosa realidad. Esos objetos contienen no tanto la personalidad del coleccionista como la fotografía de un tiempo: la biografía como medio para repensar una sociedad, las costuras mal curadas de nuestro pensamiento, las navajas de la idea que se justifican al clavarse en el estómago del lector, los aforismos que aspiran a la certeza por el camino embarrado de la intuición, los faros de coches que atraviesan la niebla de un prejuicio, calles abarrotadas al mediodía, justo cuando una angustia nos crece por la garganta y se duplica en los ventanales de las cafeterías y las oficinas bancarias. 
     Simic abre un paisaje alucinado y a la vez cotidiano, la fábula dentro de la fábula de cada día, justo cuando creíamos tener un destino. Eso es lo que puedes encontrar en estos cuadernos de apuntes premeditados y golosos, convencidos de que la imagen es la autopista más exacta hacia el pensamiento, libres del dogma y tranquilos en la conjetura, como quien pasea una media sonrisa y una pregunta múltiple, sin caer nunca en la carcajada o el patetismo.
           Pocos como él han sabido esquivar los lugares comunes que minan cualquier afirmación, esos gusanos invisibles del lenguaje que terminarán por devorarnos en cuanto nos confiemos un poco. 
       Es cierto, somos escritores de necrológicas que están de vacaciones, traficantes de símbolos, ridículos espías de nuestra propia conciencia.  Al menos en sus páginas encontramos a alguien que sabe reírse de nuestra infecciosa seriedad.


Sobre un disparo de Joubert






Me detiene un aforismo de Joubert: “Vemos todo a través de nosotros mismos. Somos un medio siempre interpuesto entre las cosas y nosotros”. La intuición es desoladora, porque esconde una incapacidad general que nos hunde a todos, un cárcel perpetua. Preferimos omitir esa enfermedad, convertirla en esa bisutería llamada personalidad, o aún peor, elevar nuestra torpeza a convicción. 
 

En realidad Joubert nos está disparando a la cabeza, a bocajarro. Nos dice: no ves nada, excepto a ti mismo. Nunca escuchaste a nadie, excepto lo que tu aterrado cerebro permite escuchar. No tocabas: te reconocías. Estás siempre en medio, interrumpiendo lo que sucede, ahogado por ti mismo, como una niebla constante. 
 

Alguna vez, quizá, con suerte o por olvido, tras un gran esfuerzo, como el simio que utiliza por primera vez una herramienta, llegarás a ver al otro, a entender una milésima parte de lo que dice o quiere. El resto, lo desees o no, es una celda de aislamiento, eres tú discutiendo solo, como ese conocido que afirma que él escucha, que sabe estar con los otros, ese conocido tan parecido a un muro de hormigón.





Imagen: Amy Friend

Intervalos




He recopilado todos sus mensajes para componer un retrato, pero el resultado ha sido monstruoso: la imagen era un espejo del recopilador.



Si depositas tu cuerpo en una cuneta, sin protocolo y sin aviso, serás bendecido por la naturaleza. No olvides, sin embargo, que nunca serás un símbolo, siquiera una mueca. Hierba sola serás. Hierba que se abre paso entre el asfalto.




Cuando hablo hay alguien detrás de mí que me corrige, alguien que se me parece pero que no soy del todo. Cuando hablo hay alguien detrás de mí que dice, con sabiduría, cállate. Cierra la boca. Escóndete. No vayas. Tu lugar es la página, repite. Sé que miente, pero hace años que acepté su demencia. El engaño no es un refugio, es el mundo.


Vivía sin remordimientos, sin esperanza y sin deseo, sin necesidad de Stasiuk o de Herbert, sin iglesias y sin excusas, sin hermanos y sin amigos. Lo vi una tarde y era como si no estuviera, como si la realidad se hubiera escondido en un lugar inaccesible para él. Era un no sabría, un tal vez, un desesperado todavía, un no sé, no hay, no quiero. Esperaba como una columna, absuelto por el tiempo, casi piedra. Las manos nerviosas le extrañaban. Su cuerpo era de otro. La voz sonaba como una ficción levísima, como si hiciera contrabando con el silencio. Vivimos, pero a veces, sin saber cómo, ese verbo no dice nada.




Baja la voz. El grito es una cobardía y un disfraz. Baja la voz. Deja que el pánico baile en silencio hasta el amanecer.




Alguien te reclamará de nuevo para que cumplas lo pactado. Debes huesos, ojos, extremidades. Debes nombres, ciudades, promesas. Llamarán para recordarte tus compromisos. Hay responsabilidades que no puedes incumplir. Hay horarios, proyectos, favores, amigos, acreedores. Respira y acude: es tu obligación. No te quejes. Levanta la cabeza. Alégrate de estar vivo. Sonríe, desgraciado.




El camarero soñoliento avanza con el café como quien está fuera del mundo. La fila de escolares canta desganada tras una profesora furiosa. Los dos abuelos han intercambiado sus medicinas. Las calles se han embarrado de mediodía. La mujer de la esquina sigue inventando excusas para no ver a nadie, siquiera a sí misma. Las hormigas han hecho colonia en una esquina de la cafetería. No se lo digas a nadie: permite que avancen, que tomen la calle, la ciudad, el mundo. Así será más fácil escapar.



                                                         Imagen: David Denil