Arenas movedizas

 

 



Me pregunta una amiga qué tal va mi vida más allá de la literatura, y no sé qué responder, porque mi vida más allá de la literatura es como la de un insecto. Quizá menos.

Al final le digo que me muevo entre el oleaje de la supervivencia y las rocas de la depresión, pero que la ironía siempre acude en mi ayuda en forma de salvavidas. ¿Cómo podrá alguien sobrevivir en este mundo sin desentenderse de sí mismo, sin olvidarse de lo que es, sin desconocerse? ¿Cómo no acudir desesperadamente a reírse de ese tipo que te mira cada mañana desde el espejo? ¿Qué magnitud debe tener el orgullo de quienes no observan su propia torpeza, su indignidad? ¿Cómo será convivir cada día con una confianza de acero inoxidable? ¿Qué dimensiones tendrá la fachenda de los que nunca dudan de su discurso?

Le confieso a mi amiga que sigo impartiendo talleres y haciendo colaboraciones, porque los alumnos son piadosos conmigo y quizá hayan formado una especie de comunidad protectora para escritores en peligro de extinción. Le comento que leo y escribo como un adicto, pero sin atributos místicos.

Hace poco un amigo me confesaba que hablar conmigo era como caminar por arenas movedizas. Le agradecí la definición. Él intentó justificarse: es que siempre te rebates a ti mismo.  Esas arenas movedizas no son una definición muy precisa de mi charla, pero sí de mi vida.

Es cierto que hay días en los que me veo como un loco que descifra emblemas sin descanso, alguien que cree escribir manuales en idiomas imaginarios, códices serafinianos para lectores imposibles, y otros días en que comprendo que apenas soy un puro enfermo que no sabe cómo escapar de su patología.

Lo único cierto es que visto desde fuera solo soy alguien que da un poco de risa.

 

                                      Imagen: fragmento del Codex Seraphinianus

El más extraño mediodía, de Luis Lenz

 


La literatura es algo que siempre está más allá del dudoso brillo de un nombre, algo que no puede cobijarse bajo el chamizo de una fama, porque cada lectura es una sentencia impiadosa realizada por un juez que no tiene que dar explicaciones a nadie. El único lector que me interesa es aquel que ignora la firma y solo atiende al texto.

¿Eres capaz de leer sin prejuicios una página aunque no sepas nada de su autor? Hay ciertos libros que nos obligan a responder a esa pregunta, porque sus autores son invisibles o vienen enmascarados. Ningún auténtico lector se detendrá ante ese desconocimiento, como ninguno debería ignorar este poemario, El más extraño mediodía, cuyo autor es Luis Lenz.

Hay un oficio silencioso, al borde lo indecible, en estas páginas. La escritura aspira a ser aquí como la muesca que deja una piedra en otra, como la erosión que esculpe lentamente, con la mano invisible de los milenios, un acantilado. Es una poesía que quiere ser más que decir, respirar antes que explicar, entender que nada puede ser entendido.

Luiz Lenz nos lleva hasta el precipicio de la conciencia, allí donde nuestras preguntas son el comienzo y el fin del viaje, como una plaza vacía bajo el sueño alucinado de los siglos, como esa ignorancia que nos explica y condena, que vuelve a cada paso, en cada gesto a la vez insólito e innecesario, perfecto y sin peso.

La conciencia del vacío es aquí como una desposesión de todo cuanto justifica la existencia, una conciencia que se aleja de los sueños y los ideales, pero que no niega su impulso ni su presencia. Es como si Lenz nos observara desde lejos, con una mezcla de afecto y estupor, con la distancia del que está vivo y a la vez está fuera del tiempo, como el que entiende que el ser humano necesita alejarse de sí mismo para entender su minúscula realidad. La vida, como decía Eugenio Montejo, es algo más grande que lo humano, una celebración que nos rodea y se cumple entre nosotros, es el sol que arde en los aleros, el viaje de los siglos que remueve la tierra, la remota sucesión de los fracasos y los cuerpos.

El poema de Lenz detiene el instante, lo incendia, y luego avanza con esa llama hacia el pensamiento. Es ahí, en su naturaleza reflexiva, en su meditación, donde esta poesía se cumple. Es cierto que antes el poema se ha llenado de vida al concedernos un paisaje reconocible: vemos a alguien sentado en el banco de un parque, el espacio de una plaza, una lluvia sobre el mar, las manos de la aurora, los muros blancos de una iglesia, el cementerio que espera, las visiones hambrientas de un perro. Vemos lo cotidiano, pero en verdad no vemos nada, y el poeta sabe que todo está a la vez presente y oculto. Muy pronto el poema cruza la autopista del pensamiento, presiona el ventanal resquebrajado de los años, se vuelve ayer y hoy y mañana, se doblega ante la fragilidad de todos. Es ahí cuando consigue lo más complejo para una página, ser al mismo tiempo idea y conmoción, comprensión y caída.

Este libro redescubre lo real como si cada poema propusiera una educación de la mirada. Basta para entender eso una de sus tesis principales: la esencial unidad de todo, la sola quebradura que recorre lo vivo y nos cose. El mirlo es también la plaza y el aire y esa mujer que ahora cruza la calle; la luna y el perro hablan un mismo idioma, también el asfalto y la noche, también cada soledad en su esquina, cada silencio. No hay escapatoria: también tu enemigo, también aquel al que desprecias eres tú.

Si hay un poema inevitable en este libro de Luis Lenz, ese poema es “El viejo”. En esa página puede leerse: “Los laureles / parecen escuchar sus pensamientos / como dioses que saben y recuerdan / al niño, al joven, al anciano unidos / por una cuerda de cristal de fuego”. El tiempo psicológico es uno solo, y en él se funden los años en la cápsula de un instante.

Hay un dolor contenido en este libro, un dolor que cristaliza cuando se vuelve idea: es la sensación de inutilidad de cualquier acción, las oraciones perplejas del que conoce la magnitud de su ignorancia (siempre enfrentado a quien se jacta de sus microscópicos conocimientos de larva sonriente), las leyes del azar que rigen nuestro destino. Hacia ese silencio caminamos, y quien escribe, tarde o temprano, debe aceptar que su voz perderá la memoria, que escribir es caer.

Hay libros que caminan a nuestro lado sin hacer ruido, libros que podrían pasar de largo, libros que nunca estarán en el centro del escenario. No me preocupa esa omisión, porque la mejor literatura solo necesita cumplirse en unos pocos lectores. El más extraño mediodía, de Luis Lenz, no fue escrito para recibir aplausos, tampoco para congraciarse con nadie, pero sé que posee más verdad y poesía que la mayoría de los libros que aplaudimos cada día.