La
literatura es algo que siempre está más allá del dudoso brillo de
un nombre, algo que no puede cobijarse bajo el chamizo de una fama,
porque cada lectura es una sentencia impiadosa realizada por un juez
que no tiene que dar explicaciones a nadie. El único lector que me
interesa es aquel que ignora la firma y solo atiende al texto.
¿Eres
capaz de leer sin prejuicios una página aunque no sepas nada de su
autor? Hay ciertos libros que nos obligan a responder a esa pregunta,
porque sus autores son invisibles o vienen enmascarados. Ningún
auténtico lector se detendrá ante ese desconocimiento, como ninguno
debería ignorar este poemario, El más extraño mediodía,
cuyo autor es Luis Lenz.
Hay
un oficio silencioso, al borde lo indecible, en estas páginas. La
escritura aspira a ser aquí como la muesca que deja una piedra en
otra, como la erosión que esculpe lentamente, con la mano invisible
de los milenios, un acantilado. Es una poesía que quiere ser más que
decir, respirar antes que explicar, entender que nada puede ser
entendido.
Luiz
Lenz nos lleva hasta el precipicio de la conciencia, allí donde
nuestras preguntas son el comienzo y el fin del viaje, como una plaza vacía bajo el sueño alucinado
de los siglos, como esa ignorancia que nos explica y condena, que vuelve a
cada paso, en cada gesto a la vez insólito e innecesario, perfecto y sin peso.
La
conciencia del vacío es aquí como una desposesión de todo cuanto
justifica la existencia, una conciencia que se aleja de los sueños y
los ideales, pero que no niega su impulso ni su presencia. Es como si
Lenz nos observara desde lejos, con una mezcla de afecto y estupor,
con la distancia del que está vivo y a la vez está fuera del
tiempo, como el que entiende que el ser humano necesita alejarse de
sí mismo para entender su minúscula realidad. La vida, como decía
Eugenio Montejo, es algo más grande que lo humano, una celebración
que nos rodea y se cumple entre nosotros, es el sol que arde en los
aleros, el viaje de los siglos que remueve la tierra, la remota
sucesión de los fracasos y los cuerpos.
El
poema de Lenz detiene el instante, lo incendia, y luego avanza con
esa llama hacia el pensamiento. Es ahí, en su naturaleza reflexiva,
en su meditación, donde esta poesía se cumple. Es cierto que antes
el poema se ha llenado de vida al concedernos un paisaje reconocible:
vemos a alguien sentado en el banco de un parque, el espacio de una
plaza, una lluvia sobre el mar, las manos
de la aurora, los muros blancos de una iglesia, el cementerio que
espera, las visiones hambrientas de un perro. Vemos lo cotidiano,
pero en verdad no vemos nada, y el poeta sabe que todo está a la vez
presente y oculto. Muy pronto el poema cruza la autopista del pensamiento,
presiona el ventanal resquebrajado de los años, se vuelve ayer y hoy
y mañana, se doblega ante la fragilidad de todos. Es ahí cuando consigue lo más
complejo para una página, ser al mismo tiempo idea y conmoción,
comprensión y caída.
Este
libro redescubre lo real como si cada poema propusiera una
educación de la mirada. Basta para entender eso una de sus tesis
principales: la esencial unidad de todo, la sola quebradura que
recorre lo vivo y nos cose. El mirlo es también la plaza y
el aire y esa mujer que ahora cruza la calle; la luna y el perro
hablan un mismo idioma, también el asfalto y la noche, también cada
soledad en su esquina, cada silencio. No hay escapatoria: también
tu enemigo, también aquel al que desprecias eres tú.
Si hay un poema inevitable en este libro de Luis Lenz, ese poema es
“El viejo”. En esa página puede leerse: “Los laureles /
parecen escuchar sus pensamientos / como dioses que saben y recuerdan
/ al niño, al joven, al anciano unidos / por una cuerda de cristal
de fuego”. El tiempo psicológico es uno solo, y en él se funden
los años en la cápsula de un instante.
Hay
un dolor contenido en este libro, un dolor que cristaliza cuando se
vuelve idea: es la sensación de inutilidad de cualquier acción, las
oraciones perplejas del que conoce la magnitud de su ignorancia
(siempre enfrentado a quien se jacta de sus microscópicos
conocimientos de larva sonriente), las leyes del azar que rigen
nuestro destino. Hacia ese
silencio caminamos, y quien escribe, tarde o temprano, debe aceptar
que su voz perderá la memoria, que escribir es caer.
Hay
libros que caminan a nuestro lado sin hacer ruido, libros que podrían
pasar de largo, libros que nunca estarán en el centro del escenario.
No me preocupa esa omisión, porque la mejor literatura solo necesita
cumplirse en unos pocos lectores. El más
extraño mediodía, de Luis Lenz, no fue escrito para recibir
aplausos, tampoco para congraciarse con nadie, pero sé que posee más
verdad y poesía que la mayoría de los libros que aplaudimos cada
día.