Migajas



Migaja es una palabra perfecta para fondear hoy con boya y muerto. ¿Habrá algo que no sean migajas, diminuto rastro de lo que fue existir y se quedó sobre la mesa?  La calle donde vivo, su silencio de solares que a veces interrumpe el estruendo de los motores, el extenso mosaico de casas que desciende hasta el mar, piel de un camaleón inmóvil, los filamentos de las carreteras cuando anochece, el remoto féretro de lo petroleros, los peces blancos de los aviones que se sumergen tras las nubes, los perros que ladran desde las azoteas a un océano que se incendia cada mediodía, los siglos que removemos como el azúcar en una cafetería de Santa Cruz, disolviéndose rápidos mientras nos sacamos palabras de la boca, solo son migajas que empuja una brisa desmemoriada, solo migajas. 


Ventajas de ser invisible



Sí, soy profesor, y parece imposible, porque es costumbre que seamos algo que unos documentos justifican, y en ese caso soy nada o soy invisible. 

Todo indica que la segunda opción es la correcta. Mis alumnos lo saben y me disculpan. Hemos establecido un código de respeto mutuo: yo no les pregunto por qué confían en mí, ellos no me interrogan sobre mi invisibilidad.

En mitad de esa confusión que llamo clase me descubro equivocado, desvío la oración y me refuto. Un desastre semanal. Mi error más habitual como profesor es no mostrarme convencido de mis argumentos: interrogo a los alumnos en busca de un desacuerdo, les propongo un desprecio a mis palabras y les empujo a que no me crean. 

Los alumnos deberían mirarme a la cara estupefactos, dudando entre el asco y el asesinato, lamentando su suerte y recordando tiempos mejores, escuelas donde había una verdad indiscutible, pero no lo hacen. 

Tengo alumnos sorprendentes y compasivos: me ofrecen una mano cuando resbalo entre citas de Monterroso y Stasiuk, sonríen si tartamudeo, me perdonan cuando juzgo con crueldad sus textos, otras veces me observan como a una triatoma infestans calva, una gigantesca vinchuca que en lugar de transmitir la enfermedad de Chagas quiere infectarlos con el parásito de la literatura.

Son gente misericordiosa, y uno aprende al verles tan atentos, tan preocupados porque no me sienta ofendido, porque no me hunda más de lo necesario. 

Sin duda sus preguntas me protegen, sus opiniones son un salvavidas para mi cordura, sus silencios me defienden.

Como el joven Kowalski del Ferdydurke de Gombrowicz, el escritor es alguien indefinido en una sociedad que exige definiciones urgentes, alguien que no puede establecerse, alguien que vive en puentes y no puede aferrarse a nada, excepto a unas pocas palabras. Alguien cuya inmadurez es la fuente principal de su escritura. En esa paradoja se establece Gombrowicz. 

En una paradoja similar se presenta ese niño que para ganarse la vida debe explicar su inmadurez, las fórmulas de su perplejidad, la sala de máquinas de sus intuiciones. Ese niño profesor que soy cada miércoles.

En realidad cada clase son dos clases. La mía es tartamuda y visible, la suya silenciosa y plena. Ellos me enseñan a escuchar y decir no, me ofrecen un muestrario de posibilidades para negar mis convicciones. 

Szymborska no ha muerto, les digo, y luego leo: 

En el tercer planeta del sol, 
la conciencia limpia y tranquila 
es síntoma primordial de animalidad. 

Son versos del poema “Alabanza de la mala opinión de sí mismo”. 

Después leo otras palabras de la polaca, extraídas de un discurso de recepción de un premio que le dieron en Suecia: “Cuando escribo siempre tengo la sensación de que alguien está detrás de mí haciendo muecas. Por eso huyo, todo lo que puedo, de las grandes palabras.”

Eso espero que vean mis alumnos cuando se pongan a escribir: alguien que hace muecas detrás de ellos.  Ellos me verán. Pero solo ellos. Ventajas de ser invisible. 


Llamadas perdidas


El frío vuelve a la gente sospechosa, la emboza con bufandas y le endurece el quinqué. Por la calle apenas se saluda, solo se saca una mano traslúcida del bolsillo del abrigo o se levantan unas cejas ateridas. En el suelo de piedra de las calles peatonales de La Laguna crecen los tumores del musgo.

Hay que entrar en un café, no hay más remedio. Allí vamos soltando prendas, recuperamos el tono, mi amigo se asombra de tener una piel sensible, se pellizca, bienvenido le dice a su cuerpo frente al espejo que rodea una columna. Frente a un barraquito uno se deslengua y va arrimando las ideas a la nueva temperatura.

Primero vienen los informes y actualizaciones. Hacemos recuento de muertos, de trabajos perdidos, de amigos en fuga, proyectos y demencias. 

Luego pedimos una cerveza que deja su baba de espuma sobre la mesa mientras va hilando unas burbujas a cámara lenta. Con la ayuda del alcohol al invierno se le da un puntapié y la boca nos engatusa con sus ambulancias y vaivenes. 

El propósito es desentumecer la lengua. Hablamos de Garzones y reformas laborales, y medimos la estatura de la crisis dependiendo del íntimo descalabro. Para curarnos el pesimismo exploramos esas frases manoseadas y resecas: “aún estamos vivos”, “podría ser peor”, “al menos podemos comer”, y así. 

Deberían reconfortarnos esos lugares comunes, pero su aspecto de venda nos inquieta. 

Mi amigo se abandona al silencio y deja que corran las llamadas perdidas. 

Mientras lo observo recuerdo unas palabras de Camus en La muerte feliz: "lo que me horroriza de la muerte es que me entregará la certeza de que mi vida ha sucedido sin mí." 

La noche va cerrándose tras la puerta acristalada del café. Caen dos o tres mensajes nuevos en el teléfono móvil, pero mi amigo no responde. 

Él sabe que en nuestra sociedad hay dos tipos de seres humanos: los que responden a las llamadas y los que las ignoran. Él está cruzando la frontera que lleva hacia el desierto. La tierra de los que viven fuera de cobertura, más allá del extrarradio. 

Su silencio es una despedida, una pequeña muerte comunicada por ausencia. 

Ya no estoy para nadie, me suelta, pero especialmente no estoy para mí, y apaga su teléfono. Pronto se fuga con la mirada hacia las otras mesas, allí donde la vida aún responde a las llamadas perdidas.