Literatura fantasma

 


    Inclino por aquí unas pocas líneas de un cuento titulado "Taxon", incluido en mi último libro, Literatura fantasma, líneas que no sé si me explican, pero que sin duda me acusan.


Taxon nunca descansa, nunca se detiene o cede. Las extremidades del gigante nos protegen. Eso me enseñaron y en eso creo, pero a veces, no sé por qué… Las pantallas nos prometen la pureza del sistema. Esa pureza es el signo que me estremece. No temo al error o al vicio, tampoco al instinto o la vanidad, temo a la pureza. Quizá estoy perdiendo la cabeza.

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Es sencillo ser invisible en un país donde cada trabajador se cree excepcional, de una habilidad entrenada y fabulosa, donde se presupone cierto refinamiento por haber sido educado como un buen taxoniano, donde cada ser humano vale tanto como las entradas de su currículum, donde eres una inversión de futuro y una perpetua aspiración. El que cede, el que se oculta o aparta, es un tipo sospechoso, un presunto culpable. ¿Seré yo capaz de parar o de fugarme? No lo creo. Una cultura es como una cárcel íntima: para escapar debes destruirte primero. Destruir lo que te enseñaron, extirpar tus recuerdos, aniquilar cada una de tus convicciones

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Un ser obediente es aquel que ignora que una orden podría no ser adecuada. Incluso aquí, al escribir estas notas apresuradas en un informe que acaso nadie lea, evito utilizar otros adjetivos que unir al sustantivo orden, adjetivos que mi mano se niega a escribir, porque quien rechaza una orden es un insecto en Taxon, alguien que no solo desprecia su vida, sino también a sus padres y a los padres de sus padres, porque ser un traidor es la última condición para un ser humano aquí: no es posible caer más bajo.

 Desde niño he dudado de todo, no he comprendido la función de los límites, el sentido de las costumbres, la justificación de las leyes, y aunque no lo dijera, aunque nunca abriera la boca para quejarme, la enseñanza fue para mí una tortura. Todos los profesores me repugnaban. Alguna vez llegué a pensar que estaba loco. Quizá lo esté. 

Mi cerebro —perplejo, indisciplinado, principiante— no se conforma con una sana obediencia. La canción suena, pero no bailo. No, en mi cerebro la ciudad entera se distorsiona y desgarra como un rostro en el ácido. Quizá mi cerebro nació enfermo.


Escribir. No creer

 


Escribir al paso, con una ironía contagiosa que esté llena de pesadillas y ebriedades, con un asombro que nunca se agote. Escribir desde una alegría que fácilmente enferme y un pesimismo que no me quite el humor. Describir esa locura de la costumbre y esa sed de contradicción que nos mueve, esa conciencia nuestra donde anidan todos los gusanos del deseo. No creer en la escritura, sino en aquello que podría ser la escritura. Vivir en lo improbable. Conseguir que no me agote mi propia paradoja, y a la vez conseguir que me agote y desdecirme. Dejar que la alegría esté más en las palabras que en los personajes. Correr solo hacia dentro. Caer hacia la sátira y hacia lo íntimo. Perderlo todo, porque el escritor que cree poseer su oficio es el primero en traicionarlo. Equivocarme una y otra vez. 

 

Imagen: Taras Bychko


En la noche de Céline



La prosa desatada que nos entregó Céline es la prosa que tanteó Zola pero que nunca consiguió formular. Quizá por ese motivo Viaje al fin de la noche fue una novela insoportable, renovadora y catártica para los lectores de entreguerras, unas cualidades que pueden haberse debilitado noventa años después, pero que no han desaparecido. Céline es el narrador, y acaso lo será siempre, que le concedió a la oralidad su capacidad para ser gran literatura, el que supo unir con expresividad el insulto y la obscenidad con la descripción poética y la reflexión, y por eso la influencia de su gran libro es asombrosa en la literatura contemporánea. Sin él no es posible explicar a Henry Miller, Charles Bukowski, William S. Burroughs, Jack Kerouac, Michel Houellebecq y a tanto otros escritores a los que ha influido sin remedio.

La razón por la que Céline no es un escritor tan celebrado como Proust es que todos reconocen dos cosas en él: el genio y la desgracia. Vemos al antisemita y al colaboracionista, y solo podemos sentir repugnancia. Luego leemos esta novela fabulosa, este libro que nos explica como seres humanos, que acierta tantas veces y de una forma tan excepcional, y comprendemos que estamos condenados a instalarnos en la contradicción. Incluso un escritor judío como Philip Roth reconocía que esta era una novela esencial para entender la literatura de nuestro siglo, que era una obra apabullante, salvaje y hermosa, pero que nunca se hubiera tomado un café con su autor. “La literatura no es un concurso de belleza moral”, escribió Roth.

El protagonista de Viaje al fin de la noche, Ferdinand Bardamu, se alista en el ejército y termina luchando en la primera guerra mundial. Enseguida descubre su error, la desgracia que ha cometido, porque él no siente ningún odio por los alemanes, no quiere matar a sus semejantes y no quiere morir, pero es tarde, demasiado tarde, y ese error destruirá para siempre su vida, porque Bardamu se ha convertido en un saco de huesos y carne al servicio de la gran matanza, un animal más que debe ser sacrificado en nombre de unos ideales que detesta. Bardamu empieza entonces su carrera febril para escapar de la guerra, una carrera en la que conoce a Robinson, que también quiere desertar. Bardamu se hace pasar por loco, pero el ejército no se fía, como sucede con el resto de bajas psiquiátricas, y lo mantienen vigilado esperando descubrir su teatro. En ese período obtiene un breve permiso de convalecencia que le permite ir a París, donde conocerá a Lola, una americana de la que se enamora al instante, pero ella solo se siente atraída por los héroes militares, por aquellos que están dispuestos a matar y a morir, y Bardamu, aunque al principio miente sobre su pasado, es cualquier cosa menos un héroe. El protagonista debe reintegrarse al ejército y enseguida le invade el terror a caer en una guerra que desprecia, a convertirse en otro cuerpo deshecho en mitad del silencio. Pronto vuelve a un manicomio y después de varios traslados y penurias lo dan por irrecuperable y lo envían a las colonias africanas. Allí Céline destila su prosa ácida y nos muestra un sistema colonial que solo existe gracias a la explotación de los esclavos negros, pero donde la corrupción de los funcionarios, el crimen y la enfermedad sobrevuelan cada gesto, chamizo o comercio. Para escapar de allí se embarca como remero y llega a Nueva York, donde no le espera la gran vida, sino otra forma de la pobreza, no menos extensa. Termina trabajando a una fábrica de montaje de coches Ford en Detroit, donde descubre que la mecanización del trabajo y la monotonía pueden destruir a un ser humano en muy pocos días. Allí se termina enamorando de una prostituta, Molly, a la que libera de su trabajo y con la que sueña llevar una vida sedentaria y plácida. Es un espejismo, porque Bardamu sabe que no fue hecho para esa vida, como tampoco fue hecho para la guerra o para trabajar en una cadena de montaje. Debe volver a Francia y justo antes de hacerlo, en un gesto insólito en este libro impiadoso, en una novela empeñada en mostrar la maldad y la degradación humana, Céline le dedica una página amable a Molly, a la que nada tiene que reprocharle, a la que reconoce que siempre amará. Bardamu obtiene en París su diploma de médico y ejerce su profesión en un barrio paupérrimo, donde la vida misma ha degenerado hasta mezclarse con el barro, la miseria, la desesperanza y la maldad, hasta llegar al fin de la noche.

Viaje al fin de la noche es el retrato incómodo y despiadado de un mundo que se deshace y el anuncio de la masacre en la que se convertirá el siglo XX y de la desorientación existencial en la que aún vivimos. La prosa de Céline es vivísima, corrosiva, poética, reflexiva casi siempre, pero nunca es una lengua literaria en el sentido solidificado y mortecino del término, sino una lengua expresiva. El libro está minado de personajes y de tesis que nos acusan, de espejos que nos persiguen: la imagen que muestran es atroz, pero no es la imagen de un extraño, sino un extenso autorretrato colectivo. No deberíamos mirar para otro lado.