Me cuenta Stefano, un genovés que intenta higienizar mi fangoso italiano, que la palabra tertulia no tiene una correspondencia exacta en el idioma de Leopardi. Le propongo dos traducciones aproximadas: conclave di pazzi y guazzabuglio con caffè. Me mira como si hubiera perdido la cabeza.
Pronto comprobará el genovés que la tertulia de Al Faro admite esas dos definiciones. Excepto unos pocos incondicionales y enfermos, entre los que me encuentro, el resto de tertulianos no suele repetir su experiencia.
El trato que se le dispensa a los nuevos en nuestra tertulia es impúdico y ofensivo. Se les molesta con interrogatorios sobre su inteligencia, se enciende su vanidad con elogios ridículos, se citan autores imaginarios que perturban su erudición y se procede al descabello con insinuaciones sobre su cordura.
Es natural que nos desprecien y no vuelvan por allí. Somos gente poco recomendable, y casi todo lo que sabemos procede de los antiguos pantagruelistas, de las Noches áticas de Gelio y del trato impuro con las enciclopedias.